Para manipular el tiempo tenemos que escaparnos del
presente, que devora con su realidad actual toda especulación de lo que fue,
será o podría ser con el agujero negro de lo que es ahora mismo.
Mirar viendo lo que vemos nos impide completamente especular
sobre otras posibilidades, y por consiguiente hay que saber mirar sin ver para
ver algo distinto de lo que vemos, para ver escenas de futuro, o ensueños de
cualquier otro tipo y función (a veces ensoñamos para satisfacer deseos que no
pueden satisfacerse de otra manera, otras para tomar decisiones sopesando
alternativas, otras para motivarnos con una especie de botín que nos prometemos
o infierno que nos tememos).
Para lograr ver sin ver ver utilizamos la manipulación de la
atención que es como una puerta de entrada de los datos en el procesador
central, de modo que cerrando la puerta hacemos que los estímulos externos que
recibimos no pasen más allá de cierto nivel de elaboración y queden reducidas a
la mínima expresión (porque después de todo siempre hay que estar en alguna
parte para ir otra y se cree una sensación de camino de ida y vuelta, en
vez de flotar en los aires como místicos en pleno éxtasis).
La impunidad de ver a nuestro antojo lo que no se halla
delante de los ojos requiere una exquisita puesta en escena, una pose aúrea en
la que parecemos estar interesadísimos en un punto que en verdad despreciamos,
una falsa atención a los demás puede parecer incluso demasiado intensa.
(``porqué te has quedado mirándome de ese modo?'' ``qué miras con tanto
interés?'', se preguntan. ``Nada'', responde el abstraído, ``me que quedado
pensando'').
Este es un mirar sin que la viste penetre Esto es, sin que
extraiga del filón del mundo algo para alimentarse. Es un ``pasear la mirada''
en la superficie, mirar la pintura del cuadro en vez de concentrarse en lo que
allí se representa por medio de colorines, pero que ``lo representado'' es una
experiencia activa que nos toca adivinar más allá del empaste y el trazo. Es el
sentido de las cosas lo que desatendemos cuando las vemos sin querer verlas.
¿Por qué nos apartamos así del presente?. En primer lugar
debemos considerar que nos lo podemos permitir: no hay nada urgente que nos
perdamos (a veces esto no está bien calibrado, y entonces lo llamaríamos
``peligroso despiste'', como no atender a que el coche se desvía o derrapa , no
ver que ponemos la ropa en el horno,...).
Si aceptamos la posibilidad de no correr riesgos
importantes, ahora sí, podemos pretender que este huir del presente nos hace
ganar tiempo, un tiempo que existe en paralelo (como cuando pensamos en algo
que está ahora en otro lado), en futuro, en el pasado, o incluso quimérico o
desiderativo (aunque no existe o si existiera).
Estos ``otros tiempos'' son puramente imaginarios, y
realmente en ellos no hay que manejar el cuerpo para posarlo aquí o allá, hacer
un esfuerzo, ejecutar habilidades. Además es un tiempo a nuestro antojo y no al
capricho de los hararios de trenes y las pesadas esperas a que nos obligan las
distancias, por ejemplo. Podemos hacer fácilmente bricolaje y pasar
del verano al invierno en un instante, del querer decir algo a haber conseguido
el efecto oratorio deseado sin llegar a pronunciar una frase siquiera.
Es de suponer que este ``viaje por el tiempo'' tiene alguna
finalidad útil: distraerse, regodearse, aclararse, decidir opciones, explorar
situaciones, repasar acontecimientos, prepararse y motivarse como al fantasear
cosas agradables para que hagan de anzuelo o cebo y se eleven a la categoría de
``digno de empresa'' y de sentido futuro (lo que nos gustaría ser mañana).
Nada impide que, por el contrario, podamos hacer ``malos
viajes'', esto es, agobiarnos, entristecernos, enfadarnos por algo que no
veríamos si realmente nos dedicásemos a mirar lo que tenemos delante de los
ojos.
Podemos abusar tanto de nuestra capacidad de mirar a medias
que realmente medio miramos, sin estar nunca donde estamos del todo: la fiesta
se convierte en un ruido de fondo, las conversaciones un ronroneo que nos
indica que no estamos totalmente solos, aunque tampoco totalmente integrados.
Hasta nuestra pareja, en estas circunstancias medieras se convierte en algo
``para cumplir'', que no para gozar de manera que por fin pudiéramos olvidarnos
de nosotros mismos.
Entornar la vista, nublarla con lágrimas: he aquí otras
alternativas, estas con menos ``disimulo'' que las anteriores, ya que realmente
sólo hay un resquicio de vista, lo imprescindible como para constatar que el
mundo sigue allí afuera y no ha desaparecido en nuestra ``ausencia''.
Dejar que las lágrimas empañen los ojos, filtrando la luz
para hacer contrastar el dolor, la pena o la alegría, para así poder sufrir o
poder gozar sin panorama que nos atempere.
Algunos placeres máximos parecen pedir entornar o cerrar los
ojos, para de este modo sentir un placer gustativo, un olor o un clímax
erótico.
Para evocar un recuerdo, para ver una escena de un episodio
vivido que queremos rememorar, cerramos los ojos para resaltar el potencial de
esa mirada que se dirige hacia lo que no está (cosa que siempre sucede sin que
nos apercibamos de ello, pero que ahora se haría más perentorio si queremos
vivir lo que realmente está muerto).
En resumen, la mirada puede ser un punto de fuga: de la
plenitud hacia una vida aguada o desleída, de la paz al miedo, de la serenidad
a la tristeza y, a la inversa, también sirve para morirnos de placer y de gusto.
A veces lo hacemos todo al revés: cuando deberíamos
``pegarnos'' a la realidad externa, encontrar sentido al mundo, entonces nos
evadimos y nos retiramos a nuestra lúgubre caverna, y cuando nos podíamos
permitir cerrar los ojos y sentir placer, entonces los abrimos para estar
pendientes de ``la realidad'', que en ese momento nos la podríamos ahorrar.