miércoles, 16 de enero de 2019

Los Misterios Que Ya No Son

Algunos misterios ya no son lo que eran. Hace unos años el gobierno británico hizo públicos aquellos archivos secretos sobre los que tanto se había especulado, y resultó que lo único que se guardaba en ellos eran torpes dibujos de platillos volantes hechos por lunáticos o por bromistas.

El instinto de saber es tan poderoso en nosotros como la tendencia a preferir los embustes tranquilizadores o halagadores antes que las incertidumbres de la indagación racional, que siempre es imperfecta y está sujeta además a la corrección o incluso al descrédito. Lo que no aceptamos es que haya preguntas para las que no existen respuestas, o más profundamente historias que no tengan final, relatos que nos despierten expectativas que no van a ser satisfechas. Por eso los crímenes de las intrigas policiacas, a diferencia de los crímenes de la realidad, se resuelven siempre satisfactoriamente, y no gracias a la casualidad o al chivatazo, sino a la inteligencia de un investigador más o menos asistido por la tecnología.

¿Es morbosa nuestra atracción por el crimen? ¿El miedo y el dolor de otros seres humanos, imaginarios o reales, nos alivian la angustia? En el número de septiembre de esta revista, Lola Delgado escribe un reportaje absorbente sobre los misterios sin resolver de la investigación policial, y la primera sorpresa, entre tranquilizadora y decepcionante, es que apenas existen, porque la mayor parte de los crímenes están resueltos a los pocos días de haberse cometido. Una vez más se comprueba que hemos visto demasiadas películas, que hemos leído demasiadas novelas. Seguimos las noticias sobre un asesinato o una desaparición buscando añadir a lo novelesco de la historia el estremecimiento de lo realmente sucedido. El hallazgo de nuevas pistas, el perfil de los sospechosos posibles prolongan la tensión, concediéndonos el doble estímulo narrativo de sentir que nos acercamos a la revelación final y de que esta se demora lo bastante como para recrearnos en el placer del misterio; todo lo cual, bien mirado, no deja de ser una canallada, porque el instinto morboso de saber es más fuerte que la compasión hacia quienes sufren, de modo que nos cuesta poco olvidar que la víctima y sus seres queridos son tan humanos como nosotros y no personajes de ficción.

Pero la realidad casi nunca satisface expectativas que pertenecen al reino de la literatura. Acostumbrados tontamente a los asesinos de sofisticada inteligencia que abundan tanto en las novelas y en el cine, nos decepciona comprobar que los autores de los crímenes suelen ser personas sin ningún interés, de una tosca brutalidad y de una fría falta de conciencia, que prevalecen sobre sus víctimas gracias a la fuerza física. Si tardan en ser descubiertos no es porque sean más astutos que los policías encargados de atraparlos, sino porque a veces las investigaciones se hacen muy chapucera y atolondradamente, o porque los investigadores están sobrecargados de trabajo, o tan sólo porque las víctimas eran demasiado pobres o no tenían a nadie que se preocupara por ellas y que avisara de su ausencia.

Nos cuesta tolerar que si existe la pregunta del crimen no se encuentre la respuesta del culpable. A finales del verano del año pasado nos inquietaba la posibilidad creciente de que el misterio de la desaparición de la pobre Madeleine McCann no llegara a resolverse nunca, y me temo que no por sentido de la justicia, sino más bien por impaciencia narrativa. Necesitamos historias para explicarnos el mundo, pero necesitamos más todavía que las historias sean completas, y si a pesar de todo no se encuentra un final seguimos necesitando una explicación satisfactoria para ese espacio en blanco, y reservamos una extraña admiración hacia los autores anónimos de esas obras maestras que son los crímenes nunca resueltos. 

Cualquier cosa menos aceptar la mediocre realidad, el espanto crudo de la capacidad humana de hacer daño, de la fragilidad de las vidas de los inocentes.


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