En su famoso ensayo La migración y el hombre marginal,
Robert Park, uno de los fundadores de la escuela sociológica de Chicago,
definió la marginalidad como una especie de limbo entre, por lo menos, dos
entornos culturales.
La formulación de "marginalidad" de Park está
directamente relacionada con la expuesta por Georg Simmel en El extranjero,
donde ese "extranjero" es potencialmente un flâneur [haragán],
con libertad para ir y venir a su antojo. Es una persona desapegada que, en uno
u otro momento, entra en contacto con todos los individuos, pero sin estar
orgánicamente relacionado con ninguno en particular. Lo que caracteriza el
concepto de "extranjero" de Simmel no es sólo el desapego sino la
"cercanía".
Situándose en el contexto de una ciudad moderna, Simmel es
consciente de que la marginalidad surge de la urbanización y la
industrialización de las sociedades contemporáneas. Se suele decir que la
marginalidad define una personalidad en transición que, aislada y desprotegida,
busca en vano una oportunidad para echar raíces en un discurso o una cultura
dominante.
Sin embargo, una situación de marginación cultural describe más bien
la experiencia de alguien moldeado por el contacto con dos o más tradiciones
culturales. Esa persona no suele encajar perfectamente en ninguna de las
culturas con las que ha entrado en contacto, sino que, manteniendo una
distancia crítica respecto a ambas, puede situarse cómodamente al borde, en los
márgenes de cada una de ellas. Esta ubicación cultural intermedia apunta a un
tipo de marginalidad positiva que consigue moverse con facilidad y vigor entre
diferentes tradiciones culturales, actuando adecuadamente y sintiéndose cómodo
en ambas.
Los marginados interculturales suelen dar buen uso a sus
experiencias multiculturales. En el mundo actual la relación entre el centro y
el margen ha cambiado. Estamos asistiendo a un doble desplazamiento del foco.
En primer lugar, el centro se ha fragmentado, de manera que, al contrario de lo
que le ocurría a la filosofía moderna, ya no es posible encajar en una ontología
subjetivista absoluta. En segundo lugar, podemos contemplar cómo surgen nuevas
creaciones desde los márgenes y en dirección al centro. La marginalidad, en
tanto que percepción discontinua del mundo, sustituye el discurso lineal y
monolítico de la realidad por una visión dialógica de la civilización. La
consideración de la comprensión dialógica como auténtica matriz del encuentro
hermenéutico siempre genera una lógica de diferenciación y negociación
constante que aspira a autorizar una nueva forma de abordar el fenómeno de la
civilización como un proceso de auto concienciación del ser humano.
Si no se tiene la firme convicción de que a los demás seres
humanos, ciudadanos de la historia, hay que cuidarlos y compartir la vida con
ellos no podrá haber un proceso fenomenológico de construcción de la
civilización. Sin embargo, al decir que la ciudadanía dialógica reside en la
autoridad de la tradición se suele negar la posibilidad de reflexionar
críticamente sobre uno mismo y de que así se pueda acabar con los elementos
dogmáticos que, en todas las tradiciones intelectuales, van en contra de
cualquier iniciativa de diálogo.
En consecuencia, lo que puede convertir ese
estado de interconexión en algo auténtico y práctico no será obra de la
racionalidad, ni tampoco de nuestra utilización del lenguaje, sino de una
percepción empática de la unión.
Dicho de otro modo, la empatía tiene que
basarse en la participación en la experiencia ajena, que es el reconocimiento
de que, en el contexto de la vida humana, hay otros que son similares a
nosotros, en tanto que seres humanos, pero diferentes porque pertenecen a otra
tradición intelectual. Partiendo de esto podemos observar que el hecho de vivir
dentro de una tradición intelectual va automáticamente acompañado de la sensación
de compartir valores con otros miembros de la misma comunidad, pero que también
tiene que ver con lo que podríamos llamar un impulso universal, en el sentido
de que la tendencia de esa tradición a acercarse a su propia experiencia vital
se basa en la idea de que las demás comunidades expresan distintas experiencias
de una misma vida compartida.
La idea de compartir la vida vincula de varias maneras a
miembros de distintas comunidades, aunque ese vínculo no provenga del
reconocimiento de que otras comunidades y culturas son o deben ser parecidas.
En consecuencia, en ese contexto la creación de la sensación de solidaridad no
solo se basa en la conciencia de la existencia de similitudes, sino en las
discrepancias y diferencias que existen entre las culturas humanas. De hecho,
las discrepancias pueden llevar a cada una de ellas a la solidaridad con las
otras. Como señaló Clifford Geertz: "La naturaleza humana no existe al
margen de la cultura". Dicho de otro modo, los seres humanos son seres
creadores de cultura.
La labor de la cultura es crear, reproducir y alterar a
los individuos transformándolos en seres humanos culturalmente moldeados. En
consecuencia, no hace falta decir que los seres humanos son productores y
producto de las culturas. Sin embargo, también son capaces de repensar
radicalmente ideas muy queridas sobre la humanidad en tanto que portadora de
dignidad.
Esta es la razón de que las culturas, yendo más allá de sus propios
límites, sirvan para otorgar sentido a los seres humanos en tanto que integrantes
de la raza humana.
Los seres humanos son creados por las culturas a imagen y
semejanza de sus propias sociedades. Pero constituyen una enorme paradoja.
Aunque están hechos para sus propias culturas, pueden tender la mano a otras.
Los seres humanos pueden sacar humanidad de lo inhumano, del mismo modo que
pueden extraer belleza de la fealdad y paz de la guerra. Así que la cultura es
una eficaz herramienta de supervivencia, pero también es un fenómeno frágil,
porque siempre está cambiando y se degrada y destruye con facilidad.
Sin
embargo, nuestra humanidad no se mide únicamente por la pertenencia a nuestra
propia cultura sino por la actitud hacia las demás. La cultura no es
simplemente, como planteó Matthew Arnold, "lo mejor que se ha pensado y
dicho en el mundo". La cultura es lo que proporciona a los seres humanos
la capacidad crítica para salir de su marginalidad. En consecuencia, aquí lo
importante no es saber por qué somos marginales sino qué hacemos con nuestra
marginalidad, que es intensa, extensa y polifacética.
Así que lo que cabe
preguntarse es si estamos en un momento histórico en el que debemos perder la
fe en la marginalidad o esforzarnos por promover condiciones que sirvan de base
para establecer un diálogo entre marginalidades que forje nuevas normas para la
solidaridad en un mundo plural.
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