“Al igual que hay
calculadoras para calcular pronto habrá máquinas para dar opiniones”
Creo que
todos los escritores de ficción (aquellos que viven hurgando en el misterio de
las pasiones humanas; no los fabricantes de aventuras) saben que hay pocas
cosas más superficiales que las opiniones. Mejor que nadie, lo saben los
ingenieros en opinión pública como Edward Bernays, autor de The
Engineering of Consent (1955) y del primer gran complot de la CIA en América
Latina contra un Gobierno democrático en 1954. Estos logros son más probables
en países donde una gran proporción de la población es entrenada para creer
desde la tierna infancia.
¿Alguien
quiere perder su tiempo de la manera más miserable? Pues, basta con ponerse a
discutir con alguien con convicciones propias. Nunca tuve del todo claro
por qué algunos nos desgastamos escribiendo artículos de opinión en los diarios
y mucho menos por qué otros, expuestos en el heroico anonimato, hacen lo mismo
insultándonos sin siquiera haber terminado de leerlos. Entiendo que todos necesitamos
vomitar nuestras frustraciones en alguna parte, pero para eso están las toilettes. El
civilizado aprecio por la discrepancia (virtud que no inventaron los franceses
del siglo XVIII) es cada vez más raro, cuando no peligroso. Claro que todavía
queda gente racional, lo que justifica cualquier esfuerzo de comunicación. Pero
lo habitual es lo contrario: alguien herido de muerte en sus convicciones se
aferrará con uñas y dientes a cualquier argumento que le pueda favorecer,
aunque miles vayan en el sentido contrario: si la realidad no se adapta a sus
convicciones, peor para la realidad.
Por ejemplo,
¿alguien en Estados Unidos está a favor de las armas en las calles? Pues no
importará que un señor decente y sin antecedentes psiquiátricos le pegue un
tiro a su hija porque no le gustó la forma en que vestía. Por algún lado
encontrará una justificación para sus convicciones: quien apretó el gatillo fue
un señor que, de haber tenido un palo en lugar de un arma de fuego hubiese
cometido la misma tragedia. Ese señor odiará al asesino casi tanto como a
aquellos otros que odian las armas, porque al menos el asesino estaba a favor
de las armas. Mientras tanto, todos los demás que odian las armas llegarán al
extremo de culpar al padre por la desgracia de su hija, tanto o más que al
asesino.
¿Cuándo un
creyente convencido cuestionó la perfección literal de la Biblia por alguna
matanza nacionalista, por alguna que otra prescripción esclavista o por las
pretensiones de Noé de haber metido millones de animales, cada pareja
representante de su especie e incapaz de evolucionar en otras, en un barco de
madera? Cualquier argumento, razón o cuestionamiento es una real pérdida de
tiempo cuando uno está frente a alguien con convicciones. Por eso la
gente se agrupa en arrogantes sectas que orgullosamente llaman iglesias, o
en comunidades ideológicas, que no menos orgullosamente llaman la causa o
el partido. En las redes antisociales el problema aparentemente se
soluciona desamigando a aquel imbécil (los imbéciles siempre son los
otros) que insiste en opinar distinto, hasta que sin advertirlo ni declararlo
cada uno se convierte en el centro de su propia secta.
Porque no pocos
odian que algún intruso pueda cuestionar siquiera sus convicciones, aunque sean
supersticiones democráticas que, de vez en cuando, los impele a soportar a
algún pobre necio que piensa diferente. Habrán escuchado barbarismos como: “Es
un buen tipo; es de izquierda, es un progresista”; o “es una muy buena persona,
un conservador auténtico que asiste cada domingo a la iglesia”. Como si no
hubiese progresistas o correctos creyentes hijos de mala madre. Como si un
partido, una ideología o una religión hiciese bueno a alguien que no lo es.
Lo más triste es
que no hay nada más mecánico y previsible que las opiniones propias. Desde
hace décadas existen calculadoras para resolver complicadas fórmulas
matemáticas y ahora también existen traductores para que algún genio argumente
que ya no es necesario aprender otros idiomas. Claro que nadie cuestiona para
qué queremos los deportes, aunque hay máquinas que hacen todo más rápido, más
fuerte, más alto y más lejos que cualquier campeón olímpico. ¿Para qué vamos a
necesitar nuestros cerebros si las máquinas pueden hacerlo todo mejor? Bueno,
tal vez todavía los necesitemos para ver fútbol en la tele y porno en Internet.
Una vez un
genio graduado en un pub de Hollywood me dijo que aunque las máquinas hagan
obsoletas las facultades de Matemática y de Idiomas, siempre necesitaremos
nuestro cerebro para cosas más creativas, como puede ser tener un criterio
propio y dar una opinión sobre algún problema importante para la Humanidad.
Pero realmente, ¿necesitamos un cerebro para dar opiniones basadas en la
ignorancia de casi todas las disciplinas que hasta no hace mucho ha conocido
esa Humanidad?
De la misma
forma que hay calculadoras para calcular y traductores para traducir, pronto
habrá (si ya no las hay y se llama big media) máquinas para dar opiniones,
ya que éstas son mucho más previsibles que una operación matemática o la
traducción de un poema.
Sería una pena, claro, porque opinar es uno de los
deportes favoritos de nuestro tiempo, tan inútil e intrascendente como el
triunfo del equipo X o Y en la Super Bowl.
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