Cuántas veces nos
proponemos objetivos que implican hacer cosas y no las llevamos a cabo por
falta de voluntad. Encontramos excusas y justificaciones para no hacer lo que
pretendíamos o nos gustaría.
Se interponen imprevistos que nos desvían de lo
que nos habíamos propuesto o bien preferimos distraernos con múltiples asuntos,
ya sea responder correos que no son urgentes, indagar en páginas de Internet
que despiertan nuestra curiosidad o sencillamente mirar por la ventana, con tal
de no abordar lo que nos habíamos propuesto.
La pereza y la
falta de atención debilitan nuestra voluntad. Quizá pensamos que no somos
apáticos porque estamos ocupados. Pero la indolencia no es solo no hacer, es
falta de estímulo y carencia de deseo. Se puede manifestar en una incapacidad
de centrarse y en una dejadez que nos lleva a posponer para otro día lo que
podríamos solucionar y hacer ahora.
En su libro El esfuerzo, el filósofo Francesc Torralba expone que
la pereza y el aburrimiento están emparentados. La holgazanería nos lleva a no
hacer nada, y el no hacer nada, al aburrimiento. “Este es indirectamente el
motor de la historia”, afirma Torralba, “si no experimentáramos el aburrimiento
de no hacer, tampoco nos pondríamos en acción”.
El problema surge cuando el
aburrimiento se mata con distracciones que no llevan a ningún logro personal,
ni relacional, ni social; sencillamente se deja pasar el tiempo de una forma
que debilita y también apaga nuestra red relacional. Se pasa bien, pero la mera
distracción no ofrece plenitud ni nos deja satisfechos, y finalmente permanece
un vacío interior, de sentido. En vez de llamar a un amigo, tener una buena
conversación, preparar una sabrosa comida, realizar algo creativo, hacer
ejercicio o meditar para fortalecer la mente y el cuerpo, uno se deja llevar y
se distrae en cosas que no le aportan ningún beneficio, ni siquiera el de
relajarse y calmar la mente.
Para lograr lo que
se propone, debe cambiar la inercia de lo rutinario que invade o consume su
empuje creativo y su voluntad. Cuando quiera hacer algo, ir a nadar o a
caminar, llevar a cabo un proyecto, iniciar una aventura, mantener una
conversación o escribir un libro, primero debe visualizarlo. Piense en cuál es
el ideal, cómo será cuando lo consiga, qué le mueve, cuál es su intención y
para qué lo quiere hacer. Responder a estas preguntas le ayudará a fortalecer
la voluntad para esforzarse y encaminarse hacia ello.
Tener perspectivas
de un horizonte mejor impulsa a ponerse en marcha. La voluntad se trabaja, se
educa y se fortalece con atención plena y con esfuerzo. “Solo nos ponemos en
marcha si imaginamos que podemos llegar a buen puerto”, afirma Torralba. Pero
cuando nuestra ilusión está atrofiada permanecemos estancados en una inercia en
la que vamos haciendo pero sin impulso creativo, sin imagen ni visión que tire
de nosotros.
Para poner la
voluntad en acción también hay que reconocer la necesidad de desatar el
potencial creativo. De hecho, sin conciencia de esta necesidad, sea cual sea,
permanecemos secuestrados por nuestra rutina y por una conducta automática. En
esas condiciones, la voluntad está adormecida.
Solo cuando uno se da cuenta,
por ejemplo, de que precisa realizar ejercicio, se esfuerza en dedicar tiempo y
recursos para conseguirlo. Y aun así, si además no se nutre con entusiasmo y no
ejercita su voluntad, la pereza y la rutina acaban ganando la partida.
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