Casi todos, en alguna que otra ocasión, nos hemos visto
envueltos en una discusión en la que dejamos que las emociones fluyeran sin
control. No me refiero a esos pequeños fogonazos de ira sino a verdaderas
oleadas de sentimientos negativos, que prácticamente nos desbordan y hacen que
actuemos de forma poco racional.
El escenario típico es: estás en medio de un desencuentro,
la otra persona dice algo y, repentinamente, es como si cayeras en un agujero
negro. Lo único que percibes y emites es ira, miedo, pánico y/o frustración.
Cuando experimentamos estas sensaciones nuestros músculos se tensan, listos
para la acción, y nuestra mente funciona tan rápido que no somos capaces de
seguirla “conscientemente”.
La diferencia entre la inundación emocional y las emociones
que experimentamos todos los días radica en la magnitud. Durante un episodio de
inundación emocional nuestra mente racional se desconecta, ocurre un secuestro
emocional en toda regla.
Nuestro sistema nervioso se satura y la corteza prefrontal deja de ejercer su
rol controlador. En este punto, nuestras reacciones instintivas pueden empeorar
aún más la situación, generando una cascada de ira.
Básicamente, lo que ocurre es que reaccionamos haciendo lo
mismo que percibimos en el otro. En una discusión, sobre todo cuando se va
acalorando, es normal que adoptemos una actitud de lucha/huida. Cuando una
persona se siente atacada, percibe que la situación la sobrepasa o está llena
de ira, se produce una activación fisiológica que genera esa sensación de
peligro inminente.
De esta forma, el cerebro percibe que existe un nivel de
estrés que no podemos manejar y, por tanto, responde como si estuviéramos ante
un riesgo real, aumentando la presión sanguínea, haciendo que la respiración
sea más superficial y dilatando las pupilas, respuestas que nos animan a tomar
solo dos caminos: atacar a nuestro adversario o huir de la situación.
El problema es que resulta muy probable que nuestro
interlocutor reaccione de la misma manera y, como resultado, ambas personas
terminen perdiendo el control. Se produce una inundación emocional en toda
regla donde no hay espacio para el entendimiento ya que en ese momento la
empatía desaparece y es como si cada cual luchase por su vida.
Cuentan que un hombre sufría a menudo ataques de ira y
cólera, así que un día decidió solucionar este problema. Para ello, le pidió
ayuda a un viejo sabio que tenía fama de conocer la naturaleza humana. Cuando
llegó, le dijo:
- Señor, quiero que me ayudes, tengo fuertes arranques de
ira que están arruinando mi vida. Sé que soy así, pero también sé que puedo
mejorar.
- Lo que me cuentas es muy interesante - dijo el anciano. De
todas formas, para poder tratar tu problema, necesito que me muestres tu ira.
Solo así podré descubrir su naturaleza.
- Pero ahora no estoy enfadado - argumentó el hombre.
El hombre estuvo de de acuerdo y regresó a su casa. A los
pocos días sufrió un ataque de cólera y marchó rápidamente a ver al anciano.
Sin embargo, el sabio vivía en lo más alto de una colina muy alejada, así que
cuando alcanzó la cima y se presentó al sabio…
- Señor, estoy aquí de nuevo.
- Estupendo, muéstrame tu ira.
Pero al pobre hombre se le había pasado el enojo durante el
camino.
- Es posible que no hayas venido lo suficientemente rápido -
dijo el anciano. - La próxima vez corre más deprisa y así llegarás todavía
enfadado.
Pasados unos días, al hombre le asaltó otro fuerte ataque de
cólera y, recordando la recomendación del sabio, comenzó a correr cuesta
arriba. Cuando media hora después llegó completamente agotado a casa del viejo,
este le reprendió:
- Esto no puede continuar así, otra vez llegas sin ira. Creo
que debes esforzarte más y subir la cuesta mucho más rápido. De otro modo no
voy a poder ayudarte.
El hombre se fue entristecido, jurándose a sí mismo que la
próxima vez correría con todas sus fuerzas para llegar a tiempo de mostrar su
ira.
Pero no ocurrió así. Una y otra vez subía la cuesta, y cada
vez llegaba más fatigado y sin rastro de ira.
Un día que llegó especialmente extenuado, el maestro, por
fin, le dijo:
- Creo que me has engañado. Si la ira formara parte de ti,
podrías enseñármela. Has subido veinte veces y nunca has sido capaz de
mostrarla. Esa ira no te pertenece. No es tuya. Te atrapa en cualquier lugar y
con cualquier motivo pero luego te abandona. Por tanto, la solución es fácil:
la próxima vez que quiera llegar a ti, no la recojas.
Esta fábula nos deja diferentes enseñanzas prácticas que podemos aplicar para evitar que las emociones tomen el control:
Esta fábula nos deja diferentes enseñanzas prácticas que podemos aplicar para evitar que las emociones tomen el control:
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