Muchas veces,
cuando nos juntamos con amigos, solemos hablar sobre cuestiones banales con la
misma seriedad y concentración con la que un cirujano utiliza el
bisturí. Entonces nos preguntamos cosas como: ¿Qué pasaría si el hombre
pudiera volar? ¿Y si hubiera vida en Marte? ¿Qué nació primero, el huevo
o la gallina? Luego nos levantamos, nos saludamos, y cada uno se va
a dormir, sin considerar la posibilidad de escribir libros basándose
en esas alocadas y trilladas preguntas.
A no ser que
poseamos la capacidad narrativa, reflexiva e imaginativa de José
Saramago, ese inolvidable Nobel que nos abandonó físicamente el año pasado
y que en sus perfectas obras literarias suele desmenuzar temas contrarios a los
acontecimientos cotidianos.
Es lo que ocurre
con Las intermitencias de la muerte: la novela, ambientada
en un país que no se menciona, desarrolla la historia de cómo a partir de la
medianoche del uno de enero la muerte deja de matar.
La gran mayoría,
entre los que se encontrarían esos amigos que se juntan a tomar cervezas y a
pensar banalidades, festejarían ante un acontecimiento tan maravilloso. Es lo
que hacen los habitantes de este libro. Aunque solo al comienzo…
Porque a las
primeras reacciones de euforia ante “la huelga de la muerte” le siguen las
inimaginables consecuencias de este inusual fenómeno; ya que si bien es verdad
que la muerte dejó de matar, también es real que el tiempo continúa avanzando.
El futuro se avizora entonces incontrolable, con una población en constante
envejecimiento y crecimiento y una estructura incapaz de hacer frente a las
consecuencias.
Es que ya lo decía
alguien por ahí: todo extremo es malo, para bien o para mal. Y este “Las
intermitencias de la muerte“ , que bien podría llamarse “Ensayo
sobre la inmortalidad”, viene a confirmar esa afirmación.
A lo largo de
quince capítulos, el escritor portugués nos regocija con el estilo particular
de sus libros, ese que contiene ironía y reflexión constante como
principales características. Los diálogos entre los personajes (incluidos
dentro de la narración, evitando las tradicionales formas de escritura de
diálogos) poseen una gran profundidad y dejan al descubierto la condición
humana en todo su esplendor; altamente recomendable es la acalorada discusión
entre el Primer Ministro y el Cardenal acerca de la ausencia de la muerte, que
además de ser ácida, mordaz y divertida, nos presenta de forma clara y
contundente la reconocida postura crítica del escritor acerca de la iglesia y
la política.
Página tras página
veremos (porque cuando uno lee los libros de Saramago no
solo lee, sino que además ve) a la iglesia intentando evitar que su discurso
sobre la resurrección quede obsoleto, a los encargados de los asilos y los hospitales
desesperados ante el colapso de sus instalaciones, a los vendedores de seguros
buscando qué asegurar, ahora que la vida no corre peligro de muerte, y a los
políticos buscando explicar lo inexplicable, con sus gastadas técnicas
dialécticas.
Allí aparece la “imaginación” ante la crisis, con situaciones
tragicómicas e inolvidables que dejan en clara evidencia los recursos
(salvajes) de los diversos sectores para no perder el negocio; claro ejemplo es
el fragmento en el que las empresas funerarias proponen al gobierno declarar
obligatorio el entierro de los animales, especie que es ajena a esta “no
muerte”.
Se crea, de este
modo, un debate acerca de la pluralidad de la muerte: ¿Cuántos tipos hay? ¿Una
para todo el mundo? ¿Varias? ¿O una muerte para los humanos, otra para los
animales y otra Muerte (con mayúscula) que acabaría con todo lo que existe en
la galaxia? Allí aparece Saramago, una vez más, con su amplio
repertorio de conocimientos en búsqueda de respuestas satisfactorias.
Estructuralmente
hablando, la novela se divide claramente en dos etapas; la primera, la ya
mencionada descripción general de la ausencia de muerte, y la segunda,
particular, con la aparición de un solitario violonchelista que le da un giro a
la historia, agradable personaje que acapara la atención de la muerte debido a
la imposibilidad de matarlo, ya que cuando le envía la carta violeta
(desopilante recurso informativo que la muerte dispone emplear luego de tantos
años de matar sin previo aviso) ésta siempre vuelve rechazada.
Y antes de que nos
demos cuenta, así como quien no quiere la cosa, nos encontramos absolutamente
rodeados por la pasión, ese sentimiento universal que aparece como un punto
determinante de la historia, lo que sumado a los brillantes análisis,
razonamientos y reflexiones de Saramago, nos hace pensar (y mucho)
acerca de la delgada línea que separa lo finito de lo infinito y nos convence
plenamente de que el amor es lo contrario de la muerte.
Les dejo a ustedes
el placer de leer esta maravillosa novela de la que, para ser objetivo, marcaré
un punto negativo: es demasiado corta y nos deja con ganas de más. Como la
vida.