Del latín superficialis,
el adjetivo superficial hace referencia a
aquello que está vinculado con la superficie.
Lo superficial es algo que se encuentra en la capa exterior de una cosa, sin
avanzar en profundidad.
Por ejemplo: “Las heridas son sólo superficiales y no
comprometen ningún órgano”, “El terremoto causó daños superficiales pero
no afectó la estructura edilicia”, “El
coche tiene varias marcas superficiales aunque su funcionamiento es impecable”.
Superficial también es algo que carece de firmeza o
fundamentación: “La investigación periodística es superficial y no ahonda
en las causas del problema”, “El
editor me dijo que es un libro superficial y que no merece ser publicado”, “Nunca
vi una película que tratara el tema de la guerra de una forma tan superficial”.
Este adjetivo puede ser dicho sobre una persona, lo que supone una ofensa o, al
menos, una crítica negativa. Un sujeto superficial es frívolo y sólo
está interesado en las apariencias. No juzga las cosas por su esencia, sino por
su aspecto: “Mi novia es un poco superficial: pasa la mitad del día leyendo
revistas de moda y ni siquiera sabe el nombre del presidente”, “La
estrella de Hollywood volvió a mostrarse como una persona superficial al
confesar que no estaba al tanto de los problemas sufridos por el pueblo
haitiano tras el sismo”.
Para la física,
la tensión superficial es la acción que desarrollan las fuerzas
moleculares y que generan que la capa superior de un líquido tienda a albergar
el volumen en la menor superficie posible.
La pobreza lingüística es un mal que ha afectado a un
sinnúmero de países y continúa haciéndolo, formando jóvenes que en muchos casos
no son capaces de escribir sus propios nombres y apellidos correctamente.
Cuando nació Internet, los maestros se escudaron en que el chat y los emails
eran los responsables de la creciente ola de faltas de ortografía y de
errores gramaticales. Con el furor de los teléfonos móviles, los mensajes de
texto (o sms) compartieron la culpa, dada la “necesidad” de acortar al máximo
las oraciones para ahorrar dinero.
Sin embargo, no todos los usuarios de Internet y teléfonos
móviles hemos visto nuestros conocimientos ortográficos y gramaticales
desvanecerse, con lo cual resulta un tanto injusto apuntar con el dedo a la
tecnología y acusarla de “anti educativa“.
¿No es acaso gracias a ella que el conocimiento se ha vuelto mucho más
accesible? ¿No debemos a las redes informáticas la posibilidad de realizar todo
tipo de cursos a distancia con tutorías en tiempo real y contacto con
estudiantes de todas partes del mundo?
Las personas de habla hispana podemos pensar que esto es
algo nuestro, que acrecentará el porcentaje de laísmo en España y de
conjugaciones verbales erróneas en Latinoamérica. Pero, no. Ocurre en Francia,
donde los adolescentes se comunican por medio de interjecciones y monosílabos,
en Japón, donde cada vez es más difícil inculcar a sus jóvenes la
importancia de la escritura, y en muchos otros países, con formas diferentes,
pero con la misma consecuencia: se está desperdiciando un legado rico y de
muchísimos años, que nos ofrece millones de posibilidades, para quedarse
simplemente con la superficie, con los elementos básicos y, como si esto no fuera lo
suficientemente terrible, se usan mal.
Cada día se vuelve más cierto que quienes estudian un idioma
extranjero lo observan y respetan más que muchos nativos. El mayor problema es
que el ser humano tiende a emparchar sus errores, lo cual le resulta mucho
más cómodo que corregirlos desde la raíz;
esto se traduce en simplificar las reglas lingüísticas cuando ya no queda tanta
gente que las cumpla, convirtiendo en correcto lo incorrecto.
La pregunta
es ¿cuán lejos se puede llegar en este proceso? ¿Podrán las generaciones
futuras entender la literatura clásica o, incluso, la de nuestros tiempos?