El tiempo se acaba.
El tiempo siempre corre en nuestra contra y solamente lo hace así porque
nosotros decidimos que tiene que terminarse. Porque pese a que en realidad
nunca vaya a pararse, seguirá transcurriendo a una velocidad que ni podremos ni
querremos seguir. La señalaremos como imposible de aguantar antes de que nos
expulse de sus cadencias.
El tiempo se termina cuando nosotros decidimos
que se termine porque es nuestro tiempo, pero nuestra hora comenzará sólo
cuando nosotros queramos convertirnos en dueños de nuestro propio futuro. En
tanto eso no suceda el tiempo se termina. No debemos esperar más.
Debemos apoderarnos
de la capacidad de equivocarnos sin pausa, de estamparnos contra las
imposibilidades de lo material protegidos por la sustancia etérea de los sueños
que nos traen la felicidad. Cubrirnos, poco a poco, con una fina pero
consistente capa del idealismo que recogemos mientras soñamos para poder
ubicarla posteriormente en el mundo de las horas y los días, de la luz y los
despertares.
No podemos
permitirnos que la realidad cambie sólo a la hora de dormir y que las recetas
con las que nuestras mentes nos ilustran mientras descansamos en la cama se
olviden al abrir los ojos cada mañana. Soñar es gratuito y debemos
acostumbrarnos a que los sueños se hacen realidad cuando decidimos que no
podemos seguir escapando de nuestras ansias por poder mirar a los ojos y no ver
engaños en los espejos.
Para poder actuar
sin hipotecas ni deudas, sin deberes ni restricciones, por obligación hacia
nosotros mismos y desprecio ante quienes llenan nuestras vidas de cerrojos que
nos convierten en seres inermes y fácilmente manipulables.
Hay millones
motivos, millones de latidos que fuerzan y empujan desde dentro, que
contribuyen a generar sensaciones, que ayudan a romper el silencio. Y son
millones de motivos y de latidos compatibles en su esencia y condenados en la
actualidad a un aislamiento que los convierte en frustración individual cuando
deberían funcionar en realidad como nexos de unión parar actuar colectivamente.
Nos encontramos
ante una desconexión del hombre con el hombre tan profunda que la simple
petición de ayuda, el más elemental llamamiento a la solidaridad, aparece como
un precipicio de caída infinita, de insondable fondo, de oscuro vértigo. Y no
podemos permitirnos mantener este aislamiento, no podemos continuar con la
negación de lo más humano que surge desde nuestro interior. La llamada
desesperada hacia el exterior debe ser recuperada como instrumento de
identificación de posturas comunes ante la realidad.
La expresión
individual de miedos y sueños, de frustraciones y aspiraciones, debe
convertirse, una vez generalizada, en ese motivo que ponga a andar de nuevo las
ansias de transformación que siempre han caracterizado a los marcados, a los
insatisfechos, a los soñadores, a los justos y a los locos. En definitiva a los
buenos. Porque las cosas nunca son mucho más complicadas que como las plantean
los niños.
Están los buenos y
están los malos. Están las cosas bonitas y las cosas feas. La inocencia de la
infancia y la incredulidad de la experiencia. Por el camino, muchos seres
humanos que tropiezan en busca de la identidad que injustamente se les niegan.
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