Cuando valoramos los casos de corrupción tendemos a pensar
que hay personas que, por su naturaleza y circunstancias, incurren en
comportamientos deshonestos. Y pensamos que otras, por el contrario, son
honradas, no se corrompen y no lo harían, incluso, aunque las circunstancias
les resultasen propicias. Pero las cosas no son tan sencillas.
El engaño, la mentira, la trampa, el fraude, como tantas
otras particularidades del comportamiento humano ha sido estudiado científicamente.
Entre otros, el psicólogo experimental Dan Ariely ha
hecho interesantes investigaciones en ese campo, y ha publicado parte de esas
investigaciones en el libro Por qué mentimos… en
especial a nosotros mismos (Ariel,
2012). Una de las conclusiones de los trabajos de Ariely que me resultaron más
sorprendentes es que la decisión de engañar o cometer un fraude no es la simple
consecuencia de una valoración estrictamente racional del riesgo en que se
incurre y del beneficio potencial que puede obtenerse.
No lo es porque la
magnitud del engaño suele tener un límite. Y es que nos importa la imagen que
tenemos de nosotros mismos. Aunque prácticamente todos podemos incurrir en
comportamientos deshonestos, el grado al que podemos llegar depende de la
imagen que queremos tener.
Los conflictos de intereses tienen también una gran
influencia a la hora de hacer trampas. Cuando un comportamiento nos beneficia
tendemos a pensar que no es deshonesto, aunque lo sea. Y de un modo similar,
cuando estamos agradecidos a alguien es más probable que actuemos a su favor,
aunque esa actuación suponga hacer trampa. Y ni siquiera una declaración
expresa del conflicto de intereses permite neutralizar esos comportamientos.
Por otro lado, es más difícil que se corrompan las personas que tienen presente
un código de conducta, como los de carácter religioso, por ejemplo. Basta
incluso con realizar una declaración comprometiéndose a actuar de forma honrada
para que sea más improbable que se hagan trampas.
Las prácticas fraudulentas se contagian. Quien engaña en un
ámbito es más fácil que engañe en otros también. Y quienes se encuentran en un
entorno en el que las trampas son habituales tienen, a su vez, mayor propensión
a hacerlas. Por esa razón, cuando no se combaten los comportamientos
fraudulentos es muy fácil que se contagien y acaben afectando a todo el cuerpo
social. Por eso es importante no transigir con trampas o fraudes “menores”.
Además, las personas más creativas son muy buenas elaborando
coartadas o “razones” para engañar; o, dicho de otra forma, construyendo
“historias” con las que justificar el comportamiento deshonesto que, de ese
modo, ya no lo sería o no lo sería tanto. Por eso, es bueno ser más vigilante
con las personas creativas; tienen más facilidad para hacer trampas y para
convencerse a sí mismas de que no lo son. Por supuesto, también nos engañamos a
nosotros mismos; de esa forma aliviamos nuestra conciencia y nos resulta más
fácil engañar a los demás.
Al redactar estas líneas me ha venido a la cabeza una
canción de Radio de mediados de los
ochenta: En alas de la
mentira. La canción empieza con dos versos que reflejan con
especial sutileza el engaño a uno mismo: La mentira es
algo que se esconde, para no tener que
existir. Y es que la mentira que no se quiere reconocer como tal se
esconde también de uno mismo, en la confianza de que así deja de existir, de
que el comportamiento corrupto es, en realidad, un comportamiento aceptable,
normal.
En el fondo, todo esto revela que estamos muy bien dotados para engañar
o, expresado de otra forma, que el engaño es consustancial a nuestra
naturaleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario