Nuestra vida cotidiana está fuertemente influenciada por la ideología de la guerra. Aunque a veces aparecen
los combates físicos, en realidad, la mayoría de las veces libramos esas
contiendas en la esfera simbólica. Pero no por eso son menos feroces.
En
realidad, en numerosas ocasiones se
nos concibe como guerreros que defienden su propia vida y realización personal.
Los patrones del pensamiento occidental gravitan alrededor
de ideas como ambición, éxito, autonomía. Se valoran los atributos de
los grandes guerreros: fortaleza, valentía, decisión y superación de
adversidades. Todo lo que suene a fragilidad es visto con
desprecio. Lo malo es que esta forma de pensar tiene un alto precio.
La sociedad actual nos pide que tengamos la piel dura y
resistente. Pues según dicen no de otro modo vamos a lograr lo que el mundo
contemporáneo nos ordena: tener éxito. Se nos insiste en que el
triunfo está reservado para los “fuertes”, aquellos que son
capaces de luchar con ahínco por sus metas.
En principio, se insiste en que las batallas se dan no
contra otros, sino contra ciertos aspectos abstractos como “la adversidad”, “la
voluntad”, “las circunstancias” o conceptos por el estilo. Pero más temprano
que tarde, todos esos abstractos toman forma en personas reales
.
Así que finalmente terminamos dando
la pelea contra personas con nombre propio o contra nosotros mismos. La
adversidad ahora es “el jefe”, o “el prestamista” o, incluso, “el hermano”, “el
cónyuge” o “el padre”… Sin apenas darnos cuenta, terminamos pensando y
actuando como guerreros hasta en los terrenos que debieran ser completamente
ajenos a esa lógica.
La
contraparte de vivir como guerreros es que no podemos hacerlo sin incorporar
también toda una colección de paranoias cotidianas. En términos
generales, la paranoia se define como un miedo frente a peligros imaginarios.
Más concretamente, el paranoico inventa persecuciones, complots y daños que
existen solo en su mente.
Esas paranoias cotidianas nos llevan a ver un mundo
dividido entre amigos y enemigos. Aliados o contradictores. Y
puesto que la realidad es visionada con tanta carga de tensión también
desarrollamos una fuerte sobrevaloración de la autonomía: lo mejor es no
depender de nadie, nunca, para nada.
Hay muchas
personas dispuestas a avasallar al mundo con su forma de ser, sus ideas o sus
propósitos. Exaltan su yo en todo lo que hacen. Se ponen como ejemplo para todo,
quieren ser modelo de algo. El paranoico, de uno u otro modo, se siente el
centro del mundo. Por eso imagina que los demás no lo pierden de vista, lo
envidian y quieren hacerle daño.
Eso lo lleva a vivir en medio de la zozobra, del miedo… No está en
capacidad de construir una relación de afecto genuina con nadie. Esto le
aliviaría sus miedos irracionales, pero le resulta imposible bajar
la guardia. Un auténtico guerrero nunca lo hace.
Lo malo es que este tipo de paranoias son
rentables para la sociedad en la cual vivimos. Llevan a la
gente a trabajar doce horas continuas por varios años, si el premio es más
dinero o el aumento del estatus social. También permiten que haya competencia
entre los trabajadores, antes que solidaridad. Funciona perfecto para una
sociedad que necesita producir más para ganar más, no se sabe exactamente para qué.