La nación catalana empezó a existir entre 1892, cuando se fijaron las Bases
para la Constitución Regional Catalana, también llamadas Bases de Manresa, y
1906, año en el que Enric Prat de la Riba, que había participado en el acto
anterior, publicó su manifiesto «La Nacionalitat Catalana».
Antes de eso había
habido una conciencia de identidad cultural, basada en tradiciones propias y
sobre todo, en una lengua de gran tradición literaria y política. También había
habido una conciencia intensa de particularidad política, que llevó a los
catalanes a manifestarse una y otra vez en defensa de sus fueros.
Lo primero se
había manifestado a todo lo largo del siglo XIX en la Renaixença y el
catalanismo, movimientos culturales, también políticos, de recuperación de la
lengua, la historia y las costumbres y el derecho propios. Lo segundo llevó a
buena parte de Cataluña, en particular la más rural, a alinearse con el
carlismo en contra de la Monarquía constitucional. Esta Cataluña carlista es
hoy el bastión del independentismo nacionalista.
La reivindicación de la «nación catalana», inédita hasta
1906, sorprendió a todo el mundo, en particular a los catalanistas, que no
veían contradicción entre la cultura propia y España. Y es a partir de ahí
cuando empieza la historia no ya de la nación catalana, sino de la construcción
de la nación catalana. Porque los fundadores del nacionalismo catalán tenían
claro que la nación catalana no existía y que lo que habían iniciado ellos
mismos era la construcción de esa nación. En un futuro que preveían muy
lejano, con mucho trabajo y mucha prudencia, podría acabar siendo una nación en
el sentido moderno, político, del término: un territorio con fronteras precisas
y reconocidas, una población con conciencia de formar una unidad (un «pueblo»)
y un Estado soberano.
Aquello iba a requerir también personajes de un temple
muy especial: con una visión estratégica fuera de serie y una tenacidad y una
paciencia extraordinarias.
Evidentemente, los nacionalistas tendían a afirmar que esa
nación ya existía, a ser posible desde tiempos inmemoriales y con
características propias y repetidas en el tiempo. La afirmación de una cultura
catalana propia era así recuperada para la construcción de la nación.
El
nacionalismo se postulaba por tanto como el liberador y emancipador de esos
pueblos o esas culturas sin plasmación política, lo que le otorgaba una
legitimidad histórica y sentimental propia.
Ahora bien, el nacionalismo
político, en sí, era una idea política muy reciente, nacida en Francia pocos
años antes y copiada a partir de ahí por muy diversos movimientos en toda
Europa. Superioridad racial, desconfianza ante el trabajo disolvente del
liberalismo, miedo a lo que entonces se llama «desenraizamiento»... Las
obsesiones identitarias se resumían entonces en la advocación de «la tierra y
los muertos», con el añadido de la sangre por aquello de la pureza. Lo que hoy
es cultura era entonces raza. Cambia el nombre, no el contenido.
Los nacionalistas catalanes son, en esto, perfectamente
homologables a los que por entonces surgieron en todas partes, desde Alemania a
Italia, pasando por el nacionalismo vasco y el español. De hecho, el
nacionalismo es una ideología muy práctica y adaptable: basta con cambiar los
adjetivos nacionales.
Los nacionalistas son excelentes traductores, de los que
afirman con gran convicción que la traducción es imposible
.
También resultaron muy convincentes a la hora de propagar la
idea de que esa nación que ellos querían construir era algo real. Tanto
que incluso los nacionalistas se lo han tomado en serio. En dos ocasiones, en
1934 y ahora, en estos años de reivindicación independentista desde 2012, han
planteado un desafío frontal al Estado español, en la actualidad también a la
Unión Europea. En el primer caso, el intento resultó fracasado porque
prematuro. De hecho, los nacionalistas más conscientes vieron que aquello haría
retroceder el movimiento, necesitado de muchísimo tiempo y enfrentado a
adversarios muy poderosos, en particular el Estado.
Ahora el impulso lleva el
mismo camino. Eso sí, por el momento no se escuchan voces, dentro del campo
nacionalista catalán, que hagan la crítica del acelerón irresponsable
–irresponsable desde el punto de vista de la construcción nacional– de estos
años, como sí ocurrió el año 34 y como sí se han escuchado en el nacionalismo
vasco.
La causa de esta unanimidad viene probablemente del avance
de la propaganda y la educación nacionalista en Cataluña, que ha llevado a
extender la convicción nacionalista a una parte muy importante de la población
catalana, como nunca había ocurrido. También procede de la crisis económica.
Cuando estábamos a punto se ser intervenidos por la UE, la crisis pareció
respaldar otra de las afirmaciones clásicas del nacionalismo catalán, la de que
si bien Cataluña sí es una nación, España no lo es, o lo es fallida, sin
soldar, sin verdadera cohesión: el rescate sería la rúbrica de este fracaso
histórico, que se remontaba muy lejos, en particular al fracaso de la nación
constitucional, que es otra de las grandes obsesiones de los nacionalistas de
todas las nacionalidades.
Aquí el nacionalismo catalán ha contado con grandes aliados
más allá de su territorio natural, en particular todos aquellos que afirman lo
mismo, continuando una tradición española que se remonta a los mismos años en
los que surgió el nacionalismo catalán, es decir en torno al 98. La falacia de
la afirmación de la existencia de la nación catalana se ha apoyado por tanto en
otra falacia, la de que la nación española no existe, repetida una y otra vez
desde los institucionistas, los regeneracionistas, los noventayochistas o los
republicanos, con Azaña a la cabeza de la demolición del liberalismo español.
Esta idea tiene todavía muchos herederos, desde la España plurinacional de los
socialistas a los entusiastas intentos de deconstrucción nacional (española)
realizados en la Universidad y que han contado con el respaldo sistemático del
Estado español, con independencia del color político de los gobiernos.