La libertad de expresión es
un derecho de carácter institucional porque supone un pilar de la democracia:
es el derecho a que ningún Gobierno ni poder criminalice a sus ciudadanos por
las expresiones manifestadas.
Es por tanto, la garantía de que la ciudadanía ejerce un
contrapeso a los poderes establecidos. Se define, por tanto, como libertad
frente a represión.
Sin embargo, ya sabemos que este derecho, en su origen, podría
propugnar un indeseable individualismo, una libertad individual de obrar, que
podría provocar situaciones de desigualdad ante un Estado neutral que
respetaría la libertad de cada uno a decir y expresar lo que quiera, sin
reparar en el tremendo daño que podría acarrear en colectivos oprimidos: las
mujeres, los colectivos LGTBI, grupos étnicos minoritarios….
Sin duda alguna, el Estado debe intervenir ante situaciones
discriminatorias y debe implementar, para ello, políticas de discriminación
positiva, programas amplios de prevención de la desigualdad y, tratar en la
medida de lo posible, de castigar las acciones que promuevan la violencia, el
odio y la segregación de los colectivos más vulnerables. No se trata tanto de
poner límites a la libertad de expresión o de suprimirla, como de tratar de
reforzar la democracia.
Superado con creces el periodo de auge de la libertad
individual, como motor revolucionario de la burguesía contra el clero y la
nobleza, hoy en día la libertad de expresión ha de ser entendida como libertad
pública, por la que todos los ciudadanos sean llamados a participar pluralmente
de las cuestiones esenciales que atañen a la convivencia.
Por eso, cuando un
grupo de voces se apodere del espacio público, evitando que otros más débiles
puedan participar, el Estado debe intervenir. Es lo que el jurista Owen Fiss
denomina efecto silenciador; el efecto silenciador de la libertad de expresión
se produce cuando un grupo de oprimidos se encuentra invisibilizado, reprimido
y, por tanto, silenciado, gracias a la acción de un grupo poderoso que ocupa el
espacio público. Para paliar el efecto silenciador, el Estado debe intervenir
de alguna forma, pero con el fin de dotar de herramientas y medios a este grupo
silenciado y, así, participe como una voz más del proceso democrático.
Por tanto, la solución para evitar la discriminación de los
grupos silenciados o vulnerables, no pasa por limitar ni suprimir derechos
fundamentales, sino por promover el proceso democrático: "el Estado debe
proteger el interés de la ciudadanía en general por escuchar un debate completo
y abierto sobre asuntos de importancia pública, en el que ninguna voz se vea
silenciada"- Owen Fiss en La
ironía de la libertad de expresión-.
El problema que tenemos a la hora de tratar de organizar
iniciativas para proteger a estas personas, tradicionalmente oprimidas, es que
se suele carecer de enfoques democráticos, resultando peor el remedio que la
enfermedad.
Es obvio que cuando se alude a expresiones que no constituyan
delito, se está refiriendo al delito previsto en el artículo 510 del Código
Penal, a las conductas relacionadas con el denominado "discurso del
odio". Se trata de comportamientos que incitan directamente a la violencia
o a la discriminación, referentes a la ideología, religión o creencias,
situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación,
su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de
género, enfermedad o discapacidad. Las penas pueden llegar hasta cuatro años de
prisión.
Fuera del ámbito penal, no deberá sancionarse otras
conductas, pues de lo contrario, se estaría dotando al funcionario de turno de
plenos poderes para considerar que una expresión es ofensiva y sancionarla.
Esto es grave, pues todos estaríamos sujetos a una insoportable censura previa,
ante nuestros propios comentarios y expresiones de ideas, que en una u otra
ocasión podría ser ejercida a modo de multa.
La libertad de expresión, por mucho que a algunos les duela profundamente,
consiste en proteger aquellas manifestaciones que cuestionen incluso el sistema
democrático, las que nos remueven y nos animan a convencer a quien así se
expresa de que está equivocado. Si en el debate faltan quienes nos ofenden y
nos perturban, quienes se reprimen so pena de ser multados, entonces no habrá
verdadero debate y no nos haremos visibles ante una sociedad que se halla
necesitada de verdaderas ideas constructivas, para formar un mundo mejor.
Por eso, el sentido que hay que darle a este derecho
fundamental, elevado a categoría de Derecho Humano, no es otro que el de la
protección de aquellas ideas no acomodaticias con el relato imperante o
políticamente correcto. Así, tratar de censurar las ideas contrarias a las
nuestras, por muy repugnantes que aquellas sean, no contribuye en absoluto a la
construcción de una más amplia y mejor democracia que la que tenemos, sino que,
de lo contrario, la reduce mucho más.
Creo que a estas alturas comprendemos el
gravísimo daño cometido por el gobierno del PP, en relación con el ejercicio de
las libertades públicas: nos han impuesto despiadadamente la mordaza bajo la
bienintencionada y manida defensa de la seguridad ciudadana. Así mismo, estamos
asistiendo a una inusitada y feroz persecución de ciudadanos inocentes que
están siendo juzgados y condenados por expresar sus ideas en las redes
sociales, con el pretexto de defendernos a todos contra un fantasma terrorista,
años ha desaparecido, mediante la figura del delito de enaltecimiento
terrorista.
Entrar en el debate de los límites de la libertad de
expresión, defendiendo cada grupo político sus propios límites, empobrece el
intercambio de ideas y el proceso democrático, dejando la libre difusión
de opiniones como un mero formalismo y adorno de nuestra Constitución.
No se trata, por tanto, de restar voces –por mucho que las
ideas discriminatorias nos repugnen-, sino de sumar más democracia y
participación para enriquecer el debate. Lo demás es derecho penal, que ya
sabemos que ha de aplicarse como último ratio, siempre que otros mecanismos
hayan fallado, como la prevención.