Existe una regla inversamente proporcional que es aplicable
a cada uno de nosotros que se demuestra en la imposibilidad de compatibilizar
el tiempo que nos insume el uso de nuestros medios de comunicación electrónicos
y el consecuente e inevitable distanciamiento físico con quienes mantenemos
esos, cada vez más frecuentes, encuentros virtuales.
Nuestros seres queridos, aún aquellos aparentemente más
cercanos como lo pueden ser quienes viven bajo un mismo techo o a distancias
muy cercanas, viven sus vidas sumidos en sus medios de comunicación absortos,
pendientes del sonido electrónico o al brillo de sus pantallas, todo lo que
ocurre en este “nuevo mundo” es lo que puede de alguna forma interesarles, este
comportamiento, cada vez más usual, nos ha convertido en “zombis virtuales”
incapaces de integrarse con “el estar” “el
aquí” “el ahora” o “el conmigo” vale decir, ese intercambio tan natural como
observar la naturaleza y el escenario de la vida misma.
“Creo, sinceramente, que el abrazo es para nosotros
esa conciencia de que hay otros seres que se alegran de que compartamos
con ellos nuestra vida, nuestros momentos de trabajo, de ocio o nuestros
problemas y de que ellos confíen en que el sentimiento es recíproco.
Estamos
siendo muy poco generosos con nosotros mismos al permitirnos tan escasos
abrazos físicos y limitarnos a los virtuales, pues la satisfacción que
producen los primeros jamás podrá ser igualada por la automática y
escasamente afectiva de los segundos.
Además, aquéllos suponen una atención,
una sincronización de cuerpos, y una predisposición a mostrar nuestro cariño
que hacen difícil que puedan ser falsos o hipócritas sin que este
disimulo no lo perciba el abrazado; por el contrario, los virtuales, los
enviados desde el móvil o la Tablet mientras nos tomamos unas cervezas o
mientras ponen los anuncios de la peli no suelen ser, en muchas ocasiones, sino
meras fórmulas rituales para cerrar un mensaje que no sabemos cómo acabar.
Abracémonos,
de verdad; acercándonos a nuestros seres queridos, a nuestros amigos, y
digamosles que sus dificultades, sus dolores físicos o del alma, por un
instante, por ese eterno instante que dura nuestro abrazo, desaparecerán y
sentirán que, cuando se separen nuestros cuerpos, las penas seguirán allí, pero
ellos quedarán ( y nosotros) reconfortados por nuestro abrazo y amistad.
El
abrazo, en definitiva, no es sino la constancia de que no estamos solos.”
Que podamos comprender que nos necesitamos los unos a los
otros, que nada podrá jamás reemplazar la carencia de esos encuentros los
cuales nos hacen convivientes en una vida compartida, en un tiempo cronológico
que transcurre y carece “de marcha atrás” .
Hugo W Arostegui
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