Creo que en mi vida, sin saberlo, siempre ha estado presente
el equilibrio. Lo he cultivado, cuidado, buscado, mimado, defendido, y se ha
hecho con un lugar privilegiado en mi vida, el de un valor vital
prioritario.
Es posible que no me haya dado cuenta de todo ello hasta que
en un momento de mi vida sentí que lo perdía, que se ausentaba, que se alejaba,
que me dejaba. Esos momentos en los que sabes que pasa algo pero no sabes qué,
que no te encuentras en ti.
Es posible también que al ver a otros perderlo, mi necesidad
de aferrarme a él se haya hecho cada vez más presente e intensa, siendo cada
día más consciente de la necesidad de cultivarlo. Mi trabajo como coach me pone en frente de
personas que buscan restablecer el equilibrio en sus vidas. Un equilibrio que
se ha visto quebrado por un sistema de vida sobre acelerado, despersonalizado,
y desconectado.
Tengo la sensación de que vivimos en los extremos, en los límites,
y que forzamos tanto la oposición para reforzar nuestra identidad frente a los
otros, que al final acabamos perdiendo el norte y el equilibrio.
Comentarios de que “mi trabajo es mi pasión y por eso no necesito vacaciones”,
o “el
deporte es mi vida”, “la familia es mi vida”, y todo empieza a girar en
torno a ella, olvidando todo lo demás, abren las puertas al desequilibrio.
Esa tendencia casi compulsiva a vivir en las redes sociales, y digo
literalmente vivir, cada minuto de tu vida, incluso la más íntima. Esa
insistencia por mostrar, por contar, por compartir como si fuera un instinto
básico y esencial del ser humano. ¿Dónde queda la necesidad de preservar, de
callar, de conservar parcelas reservadas, de intimidad?
La pasión desmedida y concentrada en un sólo foco puede
acabar en obsesión y locura. Mi trabajo me gusta, hago deporte, frecuento las
redes sociales, escribo y me involucro en muy distintas actividades y
proyectos, pero ninguno desata mi pasión por entero, ni son mi vida. Lo que
verdaderamente me apasiona es mi vida, la vida. Y la vida son muchas cosas, en
ella hay espacio para muchas pasiones que pueden vivir en armonía y equilibrio. Una vida
plena y rica es una vida que cultiva el equilibrio de muchas pasiones.
Una vida en la que hay lugar para lo intelectual, lo emocional, lo físico, lo
espiritual… El equilibrio
puede que sea el mejor indicador de la inteligencia emocional.
Una vida
holística en
la que experimentamos una pasión
armónica, y no una pasión obsesiva, que acaba generando unos apegos que se
convierten en dependencias (deporte, trabajo, redes sociales, amor, emociones
fuertes…), que nos subyugan, nos limitan, nos van minando hasta lograr que nos
perdamos. Dependencias y apegos que pueden ser tan devastadoras como las
drogas, pero mucho más lentas y silenciosas.
El equilibrio es un suave balanceo, que se desplaza
de un lugar a otro de forma constante, pero que siempre vuelve a un punto
central para iniciar el cambio de desplazamiento.
Todo el movimiento gira en torno a un eje que se mantiene
firme, y a la vez nos permite flexibilidad y movilidad. Ese punto central
es nuestro eje vital, en el que se alinean todas las dimensiones esenciales de
la persona (social, espiritual, emocional, intelectual, física..). Viviendo en
el eje sabemos, en cada momento, qué dimensión de nuestra vida necesita más
atención, más cuidado, y nos moveremos suavemente hacia ella en busca del
equilibrio.
Somos un sistema vivo compuesto de muchas partes y
elementos, en constante proceso de flujo y reorganización, que pasa por
momentos de caos, pero que siempre tiende al equilibrio. Olvidarnos
del equilibrio es tanto como olvidarnos de la vida.
Desatender nuestro equilibrio vital es matar lentamente
nuestra vida.
Piensa en una familia, que también es un sistema. Una familia
con dos progenitores y tres hijos. Imagina que algunos de los miembros de esa
familia estuvieran desatendidos, o no recibiera la misma atención que el resto
de forma permanente. ¿Qué crees que pasaría? Lo mismo que nos pasa a cada uno
de nosotros cuando alguna de nuestras dimensiones vitales está desatendida o
abandonada. El sistema se quiebra, la persona se resiente, se resquebraja.
El problema es que vivimos
dopados por
estímulos constantes, por la velocidad de la vida, porque vamos con el piloto
automático, y no
nos damos cuenta del desequilibrio.
De repente ocurre algo que nos saca de nuestra vorágine (un
despido, una pérdida, una enfermedad, una separación, un accidente…) y
comienzan a aparecer las grietas, y las heridas supuran, se escapa el
dolor, que es el llanto de esas partes desatendidas de nuestra vida. Empiezan a
aparecer los dolores físicos, los cambios de humor, los cambios físicos, los
bajones y subidones de energía. Tras ellos surge la desmotivación, la
desorientación, la desazón, la pérdida de sentido, las
dudas sobre nuestra identidad, sobre nuestro lugar en el mundo.
El desequilibrio comienza a tomar posesión y nos invade una
sensación de estar al borde del abismo, a punto de caer, de romper. Estos son
los casos extremos, pero cada vez más frecuentes. Sin embargo, el desequilibrio está
continuamente presente a nuestro alrededor y en nuestro día a día. Nos rodea de mil formas aparentemente
inofensivas, alejándonos del eje central y llevándonos a los extremos: los
abanderados de lo emocional frente a lo racional y viceversa, los defensores de
los femenino frente a lo masculino, los partidarios de la apertura en canal
frente a los reservados a ultranza, los que viven conectados de forma
permanente y los que practican la desconexión total, los pesimistas frente a
los optimistas, los prácticos frente a los utópicos, los creativos frente a los
analíticos, etc., etc., etc.
Cada minuto se libra una batalla por defender algún extremo, como
si con ello estuviéramos defendiendo nuestra vida.
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