viernes, 24 de julio de 2020

Lo Que Nos Dice El Tiempo

Cómplice del destino o, tal vez, enemigo irreconciliable, el tiempo nos muestra que la naturaleza humana tiene un designio fatal: perecer. Perecer en el tiempo y a través del tiempo, pero no con él. No con él que no responde a nuestros parámetros. No con él que nos transciende, que nos gobierna, hasta agotarnos.

Desde un tiempo sin tiempo, el tiempo amenaza con ser agujero negro de la existencia: y resulta sospechoso adivinar que en la edad biológica se plasma su acecho, ese del que jamás nos veremos libres hasta que el cuerpo mismo se convierta en ultimátum del tiempo. Nacemos en el seno del tiempo. Y nos hacemos a través del tiempo, transcurrimos en él, hasta escurrirnos en él… y perecer.
Tal vez porque no nos es develado su secreto estamos destinados a querer descifrarlo. A querer ser como el tiempo sabiendo existente un reloj biológico que da por tierra instantáneamente con semejante superchería. Temerarios por naturaleza, pretendemos violar las leyes del tiempo, desafiarlo. No sólo persistir a través de él en una sucesión indefinida de unidades temporales (eternidad creo que la llaman) proyectando una falsa juventud hacia un futuro impreciso, viviendo más años de los que el cuerpo soporta a cuestas, sino además viajar en el tiempo retrocediendo y avanzando según le plazca al chofer, infringir los paradigmas que conectan tiempo y espacio acortando
la ruta que comunica dos lugares, o estando en ambos sitios a un solo tiempo. Esto y más se nos antojaría pese a que, no hace falta mencionarlo, es todo en vano.
El cuerpo es un dibujo que va trazando el tiempo a lo largo de los años y que nos identifica. Si el tiempo se materializa en nosotros de alguna manera, creo que no es otra sino a través del cuerpo. Cuerpos que cambian con el tiempo que los gobierna y que inútilmente intentamos disfrazar gracias a los avances tecnológicos de la cirugía plástica y la cosmética. Es que el tiempo nos oxida. ¿Coquetería? A veces, sí… y preferiblemente sí, porque si algo le está vedado a nuestro libre albedrío es escaparle al tiempo, esquivarlo, vencerlo. Aún así, la realidad es tiempo y el tiempo se nos esfuma.
Para empezar, el mito. Qué mejor, cuando de tiempo se trata, que comenzar por esa instancia de límites difusos, de principios inciertos, borrosos y oscuros como es el mito. Ese relato de nadie y de todos, como el tiempo, es a la vez que el tiempo algo existente desde el principio (o, al menos, algo que podría tomarse como dado). Y, como el tiempo, el mito también tiene algo de misterioso. No es menester que la analogía respalde mi alusión al mito, pero sí, a lo mejor, nuestro propio recorrido a través de los pedregosos senderos del tiempo.
Desde que habitamos el tiempo (es decir, desde un primerísimo principio) estamos condenados a elegir. Elegir implica una fuga, un salto en el camino de ramas que se bifurcan. Somos algo, porque no somos otra cosa. Optar: esta es la máxima, una emperatriz cruel en la linealidad del tiempo. Nos está vedado hacer dos cosas a la vez, que coexistan p y ~p en un mismo segundo es siempre imposible. Tomar decisiones, descartar, recorrer una sola de las ramificaciones en las encrucijadas
donde el tiempo se escinde. Los nórdicos supieron plasmar nuestra condena temporal en la sencilla pero mística figura de un árbol: el fresno Yggdrasill.
Según el mito, este árbol no sólo conecta todas las cosas y todos los mundos, sino que a sus pies se encuentran el Pasado, el Presente y el Futuro. Sus ramas, que se extienden a través de todos los países y de todos los tiempos, representan, cada una de ellas, una elección. Es decir, eso que está ausente en nosotros porque estamos obligados a optar
Es gracias a la literatura que podemos degustar un tiempo gourmet. Ella sabe meter el tiempo en la licuadora y procesarlo a varias velocidades caprichosamente. La hoja es el tiempo del cuento. La hoja reúne, aglomera, aquello que nuestro tiempo no nos dejaría concebir paralelamente. Es posible infringir los límites, desdoblarnos, hacer un collage de presente y pasado en un plano único, gracias a la hoja que permite insertar dos momentos en un mismo lugar, hacer de dos tiempos uno solo y acomodarlos en un torbellino para nada lineal, para nada real… si es que nuestra realidad es tiempo.
He aquí nuestra anhelada revancha: sudor de tinta sobre la hoja desierta.
Tal vez el tiempo sea tiempo porque, en nuestra enferma necesidad de ponerle a todo un nombre, la eternidad hubo de ser nombrada y la llamamos «tiempo». Tal vez, por esa sed de significantes, tuvo que hacerse palabra para poder ser desafiado verbalmente. Tal vez porque no podemos ser eternos en la vida, en esta agónica batalla contra los límites de nuestra biología sólo podemos alcanzar el botín de eternidad a través de la literatura y, quizá, la mitología. Y tal vez, y sólo tal vez, en esta breve victoria literaria la palabra tenga algo que ver en el asunto. (Ahora, qué paradoja que sea algo breve, en cuanto finito, lo que nos haga eternos).


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