Aprovechar el tiempo. Perder el tiempo. Gastarlo. Invertirlo bien. ¿Qué
hacer con él? “El tiempo
es oro”, dijo alguna vez Benjamin Franklin (1706-1790), político,
científico y uno de los padres fundadores de Estados Unidos, e instó a no
desperdiciar ni un gramo de ese oro. “Es la materia de la cual está hecha la
vida”, señalaba.
Menos materialista, San Agustín, confesaba: “Sé muy bien lo que es el tiempo si no me lo preguntan, pero si me preguntan ya no lo sé”. Desde que los seres humanos percibimos su existencia y se nos dio por medirlo, envasándolo en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas y centurias, se multiplicaron los intentos por atrapar al tiempo en una definición y siempre se ha escurrido.
Menos materialista, San Agustín, confesaba: “Sé muy bien lo que es el tiempo si no me lo preguntan, pero si me preguntan ya no lo sé”. Desde que los seres humanos percibimos su existencia y se nos dio por medirlo, envasándolo en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas y centurias, se multiplicaron los intentos por atrapar al tiempo en una definición y siempre se ha escurrido.
Ajenas a las dudas de los filósofos o los científicos e inmersas en la
era de la ansiedad, la mayoría de las personas corre detrás de minutos, horas y
días inatrapables, se lamenta por años que pasan, hace proyectos (sobre todo en
estos días) para llenar todos los casilleros durante los próximos doce meses
sin que quede un instante libre o “perdido”, o “sin aprovechar”. Ganados por el
productivismo nos convencemos de que cada momento del que no salga algo
tangible, mensurable, cotizable (llámese un negocio, una relación, un proyecto,
una adquisición, una idea, un aprendizaje o lo que fuere) habrá sido
miserablemente desperdiciado. Ese empeño lleva a conceptos contradictorios,
como el de “ocio productivo”. Si es ocio no es productivo, y si es productivo
no es ocio. Aristóteles fue claro respecto de esto, al hablar de trabajo,
descanso y ocio.
Mientras el trabajo y el descanso se relacionan entre sí (durante el
primero se produce lo necesario para vivir y durante el segundo se recuperan
energías para seguir produciendo), el ocio es algo diferente: es el no hacer,
la libertad de flotar en el tiempo sin ir en ninguna dirección. Es fácil
entender por qué, etimológicamente, las palabras ocio y negocio se oponen. La
partícula “neg” de la segunda niega por completo a la primera. Así, quien no
“pierde” tiempo hace negocio (niega el ocio).
Cuando nos medimos y valoramos por lo que
producimos, el verdadero ocio adquiere connotación negativa. Se lo considera
“pérdida” de tiempo. De ese modo nos encontramos justificando nuestro tiempo de
ocio con frases del tipo “Aproveché para hacer un montón de cosas atrasadas”,
“Adelanté trabajo”, “Me puse al día con…”. Como si el hacer nada fuera un
delito del que no queremos ser acusados. Como si fuera robarle a otro lo que a
éste le falta. Y, también y sobre todo, como si llenar “productivamente” todos
y cada uno de los segundos de nuestra vida pudiera servir para detener el
tiempo, impedir su transcurso.
Respecto de esto, viene al caso una reflexión del psiquiatra y psicoterapeuta
austriaco Viktor Frankl, autor de “El hombre en busca de sentido” y “La
presencia ignorada de Dios” entre otras valiosas obras: “La muerte como final
de tiempo que se vive sólo puede causar pavor a quien no sabe completar el
tiempo que le es dado a vivir”. Todo el trabajo de Frankl se centró en resaltar
el hecho de que cada vida tiene un sentido y que ese sentido debe ser
encontrado por quien la vive. Podrá hacerlo mediante el modo en que actúa sus
valores, o cómo construye sus vínculos, o cómo aborda sus tareas, e incluso en
su actitud ante el sufrimiento y ante el imponderable, aquello que no depende
de él.
Esa búsqueda necesita de una “voluntad de sentido”, como la llamaba
Frankl, y el sentido de la existencia no aparece de una vez y para siempre,
sino en momentos. Momentos de sentido que bien pueden pasar inadvertidos o
simplemente no ser captados, como ocurre cuando se está empeñado en no “perder”
el tiempo o en “ganarlo”. Es decir, en congelar la vida sin explorarla en su
verdadera dimensión.
La cuestión, en fin, no es cuánto tiempo se gana, se pierde, se
aprovecha, se desperdicia o se ahorra. ¿Dónde se guardaría el tiempo
“ahorrado”? ¿Cómo se sabe que el tiempo “perdido” no se “ganó” de otra manera?
¿”Aprovechar” el tiempo no es, a menudo, desaprovechar oportunidades de
estrechar vínculos, vivir experiencias espiritualmente transformadoras,
contemplar el mundo que nos rodea y descubrir en él aspectos insospechados y
gratificantes?
Al no poder definir el tiempo San Agustín se preguntaba si este no sería
una extensión del alma, que es también indefinible e intangible. Si fuera así,
no estaría de más recordar que el alma no usa reloj.
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