En estos días he estado
muy asiduo a la lectura de algunos textos que aún conservo como un legado de
viejos intelectuales que me los han hecho llegar a mis manos con la intención
de que permanecieran en mis recuerdos de juventud como han permanecido todos
ellos cada vez que evoco las mesas de bares emblemáticos como lo supieron ser “los
Cafés Sorocabana” instalados en la zona céntrica de Montevideo lugar de
encuentro de todos aquellos que con su pluma han “vencido al paso del tiempo” y
permanecen con su bonhomía semi perdidos en la bruma del humo de sus
cigarrillos y el exquisito aroma de un buen café brasileño.
Entre todo ese material
de lectura ya un tanto deteriorado de tanto trasiego de un lado para el otro volvieron
a mis manos los textos de Pio Baroja sobre todo aquellos que relataban las
aventuras de algunos personajes que nos ilustraban con su accionar ciertos
rasgos muy propios de la etnia vasca de la cual soy un tozudo y pertinaz representante.
La historia que paso a
resumir me ha impactado por la autenticidad de sus trazos y de la cual conservo
la fuerte impresión que me ha causado su lectura, la historia dice así:
“Es la historia de Martín
Zalacaín, un joven vasco natural de Urbía, un ejemplo de héroe rural encumbrado
por su forma de vivir y su singular persona.
Pronto quedó huérfano de
padre y después también de madre. Fue educado de una manera especial por su tío
abuelo, Miguel de Tellagorri, que se encargó de él y de su hermana Ignacia a la
extraña muerte de su madre tras un espectáculo de titiriteros, en el que
conoció a Linda, una joven que se volvería a cruzar más tarde en su vida.
Al tiempo, el viejo
Tellagorri caería enfermo, y a su muerte, Martín hubo de encargarse de su
hermana, a la que dejaría a cargo de Dña. Águeda, de los Ohando. Martín era
odiado por su hijo, Carlos Ohando, y mantenía noviazgo con su hija Catalina.
Más tarde, Ignacia se
casaría con Bautista, un amigo de Martín, y se iría a vivir con éste a Zaro, un
pueblecito vascofrancés.
No mucho después, daría
comienzo la última guerra carlista, pero Martín, Bautista Urbide y otro colega,
Capistun, continuarían con su negocio de contrabando a través de la frontera
francesa y la española.
En una de sus
expediciones fueron sorprendidos en el monte por una fuerte tempestad que les
obligó a refugiarse.
Al amanecer, unos disparos
desde el cercano pueblo de Vera, llamaron su atención. Martín y Bautista
descendieron hasta el pueblo, donde fueron incluidos a la fuerza en la partida
del Cura. Estuvieron unos días en una posada hasta que la partida se encaminó a
detener una diligencia.
Después de parada ésta y
los ocupantes apresados, Martín, Bautista, un tal José, un francés, una joven y
su madre huyeron en la confusión.
Martín fue herido pero
todos consiguieron llegar al pueblo de Hernani con ayuda de una compañía.
La Srta. Rosa Briones, a
la que había salvado y de la que guardaría gratos recuerdos, se ocupó de él.
Tiempo después, en Socoa,
Martín aceptaría el peligroso trabajo de conseguir que unas letras fuesen
firmadas por importantes militares carlistas y por el propio Carlos, dado el
elevado sueldo y su falta de compromiso con nada. A pesar de todo, Bautista
decide acompañarle.
Por las primeras villas
que pasan logran las firmas sin más dificultades pero sería en Estella donde la
empresa se complicaría, y donde volvería a encontrarse con Carlos Ohando y el
periodista francés que había compartido huida con él en Hernani; la providencia
haría que estos dos personajes coincidieron innumerables veces.
Así todo, Martín
conseguiría las cartas firmadas, pero dormiría un día en la cárcel de la cual
acaba escapándose y además, saca a Catalina del convento donde la habían
recluido. Al final, huirían los tres,
Catalina, Martín y Bautista en una
diligencia, librándose de varios perseguidores hasta llegar a Logroño.
En Logroño, entraron en
el cuartel. Gracias al uniforme de general del que Martín se había apropiado y
a su amistad con la familia Briones (el padre era capitán) son dejados en
libertad y Martín invitado por el capitán a comer.
De la casa de los Briones
no salió hasta entrada la noche y recorrió todos los albergues en busca del
resto del grupo y con especial atención a Catalina. Poco después es invitado
también por la joven Linda, que había conocido tiempo atrás y de la cual no se
libraría en unos días, tras lo cual daría con Bautista, en Logroño buscándole.
Catalina se encontraba en
Zaro y tras perdonar a Martín se celebró su boda. Poco después la guerra se
daba por acabada.
Un día Catalina y Martín,
de viaje cerca de la frontera, pararon en una posada donde se encontraron de
nuevo con el extranjero y más tarde con Carlos Ohando y un amigo, el Cacho.
Éste indignado por los actos de su hermana entra en pelea con Martín y cuando
el primero estaba ya vencido, el Cacho dispara a Martín, que
muere casi en el acto.
Este es el resumen de la
historia que culmina bruscamente dejando una aureola de mucho pesar y
particular melancolía.
Más adelante. Como un
consuelo, se puede evocar este epitafio;
“Yace en esta sepultura
Martín de Zalacaín el fuerte,
venganza tomó la muerte
de su gallarda apostura.
De su audacia y su bravura
el vasco guarda memoria,
caminante de su raza
descúbrete ante su gloria. “
Martín de Zalacaín el fuerte,
venganza tomó la muerte
de su gallarda apostura.
De su audacia y su bravura
el vasco guarda memoria,
caminante de su raza
descúbrete ante su gloria. “
Hugo W
Arostegui
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