Tal como se puede apreciar en los enfrentamientos que
actualmente sacude a las masas ya un tanto uniformes que componen “los
adherentes” a los partidos políticos, los cuales se comportan, cada vez más, con
una aptitud de meros acólitos, seguidores de algún gurú de gran influencia
mediática ,cuyos seguidores pareciera que anteponen el fervor al razonamiento
Así estamos, envueltos en una bruma que nos impide observar con
la claridad necesaria los acontecimientos que cada día se tornan cada vez más
difusos a un punto tal de que ya no es posible distinguir lo que estimamos como
correcto con aquellas acciones que
obviamente no lo son.
Es notorio que la inercia de las masas se acelera en detrimento
del buen juicio. Cada vez son menos los que deciden anclar en el sano ejercicio
del razonamiento. Las posturas tienden a radicalizarse volviéndose
blanco o negro a la vez que se va engendrando una conducta maniquea de
buenos y malos. Las divisiones se pronuncian al compás de discursos vehementes
pero de vacío contenido. Ya no importa lo que se dice sino como se lo dice y
quien lo profesa. Así es como el burócrata encontró en el marketing a su mejor
aliado.
Se torna entonces pecaminoso mostrarnos indiferentes frente al
ultraje que la técnica padece a manos de la política, que con su retórica
imponente enmaraña a una sociedad cada vez más diezmada.
Seguir al líder es la premisa fundamental porque toda verdad
radica en él, más no en el estudio riguroso de las cosas. Lo que el mandamás
esgrime es mostrado como una revelación y poco importa la acallada vocación al
conocimiento.
La idea de militancia emerge con una fuerza inconmensurable ante
la mirada ya escéptica de una ciudadanía cuantitativamente inferior.
Casi sin darnos cuenta fuimos testigos cómplices del triste
devenir social.
Nos desprendimos
sigilosamente de los emblemas republicanos para convergir en el lúgubre camino
del caos. La única ley permitida es aquella labrada por las palabras del
iluminado a seguir. Bajo el apotegma “conmigo o contra mí”, el partidismo
militante enfatiza en la rivalidad perpetua. No hay opositores, hay enemigos.
Si alguna vez la política supo ser el instrumento capaz de permitirnos una
armoniosa convivencia, hoy ya no lo es. El giro ha sido copernicano: el medio
se volvió un fin y el fin se volvió un medio. Ya no se trata de un marco donde
la política es para los individuos sino que es al revés. Los objetivos se
volvieron meramente electoralistas y en consecuencia el éxito estriba en la
persuasión de quienes “eligen”.
El gran laurel es el ejercicio del poder y no se permiten
segundos puestos. La verdad solo puede brindarla quien llega primero y toda
disidencia es tomada como grito de guerra. De esta forma, el manual del
militante nos enseña que no hay lugar para grises: se está con el líder o no se
está. Pareciera que quien gobierna no comete yerros, puesto que toda
disfuncionalidad del “modelo” responde siempre a fuerzas malévolas que
confabulan en contra del legítimo Mesías.
Por ello, en la mentalidad de la militancia, la justificación es
uno de los pilares fundamentales. Por muy surrealista que esto parezca, así es
la realidad que nos agobia. Los fanáticos coparon el último bastión de nuestra
sociedad: la mente.
Nos encontramos contaminados con el virus del dogmatismo más
visceral.
No se piensa más en pos de una idea superadora, se piensa en
términos de partidos y bandos. El sector que abrace mayores voluntades será
quien venza sin importar la más cruda y objetiva realidad.
De esta forma, entre bombos y platillos, nos refriegan su
victoria, una victoria que mutila la más mínima intención por sumergirse en el
enriquecedor océano de replanteos. Los pensamientos que no son afines a quienes
detentan el poder son confinados al obituario que significa el rótulo.
La censura es más sofisticada que en otras épocas, porque ahora
se cobija bajo el manto de la descalificación.
Quien diside es imputado con un sin fin de improperios y no
escapa a la condena de verse vinculado con la representación de “intereses
mezquinos”. La maldad y el desacuerdo se volvieron sinónimos porque la
militancia dejó en jaque al civismo.
Resulta alarmante la hipocresía con la que se manejan quienes
hoy justifican actos que en otros tiempos hubiesen considerado un atropello.
Ahora llaman medios para la concientización a metodologías que
en otros tiempos acusaban de propagandísticas y propias de una dictadura.
Asimismo aplauden la violencia con la que amedrentan a los
hacedores siendo que antes clamaban por la paz.
Triste dicotomía de una mentalidad perversa. Se hace evidente
que la estrategia ya no radica en una gestión que abogue por el bienestar
general sino en una que pueda manejar voluntades.
La mirada es cuantitativa, de modo que apelan al persuasivo
discurso de lo nacional y popular para pegar impunemente al motor que genera la
riqueza: el emprendimiento.
Tragicómicamente dicen defender los intereses de los
trabajadores al mismo tiempo que cercenan las prerrogativas de quienes
suministran los puestos de trabajo.
Difícil es poder predecir el puerto que nos depara un horizonte
no muy lejano, lo cierto es que éste no es el rumbo.
Con un gobierno que detenta un poder omnímodo y una militancia
cada vez más envilecida, se hace difícil poder retomar el camino de la razón.
Las ideas cayeron en el sopor de una sociedad simplista porque su meta no es la
verdad sino la eterna confronta. Se torna inevitable que en el declive del
raciocinio las confusiones afloren a través de conceptos superfluos: derechas;
izquierdas; intereses concentrados; justicia social; etc.
Es la semántica, sin dudas, un arma de efectivos resultados para
el burócrata.
La repetición vaga de ciertas palabras, con sus respectivas
significaciones e intencionalidades, se imponen como verdades absolutas e
hipnotizan la conciencia colectiva. Lamentablemente la partidocracia
sepultó el espíritu innovador y pensante del individuo mientras erigió la
consonancia del fanatismo.
De esta forma es que permitimos un gobierno de improvisados que
gestionan según la coyuntura. Lo que digan no importa porque de todos modos
serán defendidos a ultranza. Es que hemos llegado al punto donde la razón
agoniza y emerge la obsecuencia.
edicionabierta.com.ar/
Hugo W Arostegui
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