Me maravilla poder observar las
inúmeras opciones que la vida moderna nos ofrece para que podamos incursionar
desde nuestra propia casa a la lectura de textos de los más diversos autores prácticamente
sin costo alguno y bajar los contenidos de sus obras al instante.
Sin pretender amargarle la vida a los
estudiantes actuales de cualquier disciplina permítanme que me tome el
atrevimiento que los años de tránsito por esta vida me han otorgado para
narrarles algunos breves episodios que se remontan a la época en la cual
integraba un grupo de estudiantes universitarios que enfrentábamos con cierto estoicismo
la ardua preparación de nuestras tesis de pasaje de grado.
Como puede apreciarse no pretendo
incursionar en la prehistoria y ni siquiera en la historia convencional para
comentar ciertas cosas de mi juventud pues no me considero tan viejo.
Lo cierto es que en mil
novecientos sesenta apenas teníamos en nuestro país el acceso a la televisión y
con mis jóvenes diecisiete años desconocía totalmente que con el paso del
tiempo seríamos testigos presenciales de esta magistral revolución de la era
informática.
Para ser breve, simplemente diré, que en
nuestra juventud no teníamos acceso a determinados autores por la sencilla
razón de que no existían estos textos de estudio ni siquiera en la propia
Biblioteca Nacional de manera que nuestros profesores nos informaban de los
temas expuestos por algunos autores con la salvedad de que si quisiéramos
incursionar en la lectura deberíamos, irremediablemente, estudiar a estos
autores en la Biblioteca Nacional en
Buenos Aires, Argentina.
Ante esta situación, lejos de amilanarnos,
nos organizamos hicimos colectas entre todos y elegíamos a uno de nosotros, a mí
me ha tocado hacerlo varias veces, comprábamos pan y mortadela para poder comer al día siguiente y
como a las nueve de la noche nos embarcábamos en el “vapor de la carrera” que
demoraba toda la noche en cruzar el río de la plata y desembarcábamos en el
puerto de Buenos Aires, de allí a la biblioteca y pasarnos todo el día sacando
apuntes de los libros, todavía tengo una marca en mis dedos de la mano derecha,
de tanto escribir, que seguramente me acompañará por el resto de mis días. después de hacer todo esto regresábamos de la misma manera a Montevideo.
Al regresar nos repartíamos los
apuntes y pasábamos largas horas “picando matrices” para luego pasarlas, una
por una, por el mimeógrafo y de esta manera confeccionar los temas de estudio,
vendíamos estos trabajos a un costo mínimo para intentar resarcirnos de los
gastos y de esta manera estar en condiciones de poder nuevamente viajar cuando
fuese requerido.
Todos tenemos “como premio
consuelo” el mérito de ser mencionados
por las autoridades que nos visitaban y conocían el esfuerzo que realizábamos, quienes
manifestaron en algunas ocasiones “estos maravillosos jóvenes de la generación
de los sesenta”
Al terminar se me ocurrió dejarles
esta valiosa opinión:
Hugo W Arostegui
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