Una de las cosas que muy
pocos se detienen a pensar es en la paradójica situación que vivimos los que
con el pasar del tiempo (antes de eso nadie te lo contaba ni uno mismo era
capaz de entenderlo) nos enteramos de que somos los hijos mayores, al principio
parece nada pero todo lo que viene sucediendo desde entonces, para nosotros,
los mayores sucede antes, eso sin ponernos a considerar que con mis hermanos
menores la diferencia suele estar muy cercana a los treinta años (digo esto
para dejar contentas a las damas que suman todas juntas a diez)
Todo esto viene al caso
porque cuando llega la hora de evocar los días de nuestra niñez nos damos
cuenta de que estamos solos en el recuerdo, los primeros años de nuestra vida prácticamente
carecen de testigos vivos y cuando recurrimos a la memoria los personajes que
han estado con nosotros se asemejan
mucho a los que pueden conocer los niños en algún cuento de hadas.
El tema en cuestión es que
he estado recordando una experiencia que mi padre solía contar relacionada con
una visita que realizó conmigo cuando yo tendría algo así como unos tres años
al jardín zoológico que en aquel entonces era el único del país y una
referencia obligada para todo aquel que quisiera conocer especies animales de
los más diversas latitudes del mundo.
Cuenta mi padre que él
pensaba en la impresión que tal experiencia significaría en mi tan tierna
infancia y que de alguna manera se había preparado para poder darme las
explicaciones del caso, siguiendo con su relato dice que en un momento
determinado notó mi ausencia y salió rápidamente a buscarme sabía que no podría
andar muy lejos y en realidad estaba
cerquita, muy cerquita, le costó un poco identificarme porque pensó que
andaría entre las fieras salvajes, pero no fue así, mi silueta se confundía con
la de otros animales pero éstos no eran fieras, eran aves de corral
especialmente patos por los cuales he sentido siempre una particular
inclinación.
Me preguntarán el por qué
digo lo que digo, pues bien, resulta que
pasado todo este tiempo todavía conservo ciertas características de mi primera
niñez y cuando regreso a mi casa en la ciudad de Livramento, Brasil, lugar
donde resido, alrededor de las siete de la tarde (hora Uruguaya porque en el Brasil
son las ocho) tengo por costumbre preparar mi mate y sentarme en la sombra del
frente a degustarlo, todo parece muy trivial pero lo que me resulta interesante
de este relato es que cuando las palomas observan que me he sentado a tomar el mate todas acuden para compartir conmigo los granos que tengo preparados para
ellas, no lo hacen antes, todos mis vecinos ya lo saben, ellas acuden al
encuentro cuando yo me siento en el frente con mi silla y mi mate.
No es mucho el tiempo que
compartimos, quizás unos veinte minutos diarios, pero créanme que muy pocos tenemos
este verdadero privilegio de compartir nuestra vida con estas aves, son tiempos
de nuestra existencia en que nos sentimos en comunión con las maravillas de la
creación y nos congratulamos por tan singular experiencia.
Hugo W Arostegui
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