“Cada año es la misma historia. Llega diciembre y
con él las prisas, el agobio, el estrés. "Compra los regalos para tus
sobrinos" me recuerda mi madre; "Acuérdate de ponerte ese traje que
te regalé por tu cumpleaños" me dice, como si fuera la primera vez que lo
hace en los últimos tres días. Y de pronto es Nochebuena y te encuentras a ti
mismo sentado con gente que no te dirige la palabra en todo el año, pero que
quiere saberlo todo de ti.
Se hacen las doce y se monta un espectáculo que ni
los de Hollywood para que los niños reciban sus regalos. Y eso es lo bonito, lo
que salva la noche y te hace pensar que quizás ha valido la pena, porque ahí
está el chiquillo con sus cuatro años recién cumplidos viendo el puzzle que le
ha traído Papá Noel. Los ojos le brillan cuando dice "¡Justo lo que
quería!", y los adultos se sonríen porque ni de lejos lo es, pero parece
que él sí lo cree. De verdad lo cree. Es real.
Y luego llega el día de Navidad, que puede ser más
o menos pesado dependiendo del reenganche que haya habido con la noche
anterior. Toca ponerse otro traje y otra sonrisa pero responder las mismas
preguntas de ayer, aunque en distinto orden y a distintas personas. Otro tipo
de show, incluso mejor elaborado que el de Papá Noel.
Todo eso es lo que
pienso esta noche desde la comodidad de mi cama, mientras miro fijamente una
mancha en la pared. Ningún año ha sido especialmente bueno; echando la vista
atrás, me doy cuenta de la cantidad de cosas sin sentido que me han ocurido y
de que siempre me he asegurado de cumplir con lo que la sociedad me pide, con
lo que sabes que se debe hacer porque está implícito, pero en ningún sitio lo
pone por escrito.
Suenan los cuartos y cada vez estoy más seguro de que estoy haciendo lo correcto. Yo lo sé, y la mancha también lo sabe. Sabemos que en la inmensidad del mundo somos una imperfección, y como tal no deberíamos regirnos por las mismas normas que el resto”
Suenan los cuartos y cada vez estoy más seguro de que estoy haciendo lo correcto. Yo lo sé, y la mancha también lo sabe. Sabemos que en la inmensidad del mundo somos una imperfección, y como tal no deberíamos regirnos por las mismas normas que el resto”
“Quizás celebrar un
nuevo año no es algo que todo el mundo pueda hacer.
Tal vez no es algo
que todo el mundo sepa cómo hacer.
Quizás se trata de
dejar que el tiempo pase, sin controlarlo.
Tal vez solo
tenemos que dejar que fluya para que él también nos deje fluir.
Quizás simplemente
ha de ocurrir, que suenen las campanadas mientras miras una mancha en la pared.
Tal vez las uvas se
comen solo cuando te apetece.
Quizás me coma una
ahora.
Tal vez me coma
tres el año que viene.
Quizás me las coma
al ritmo que yo quiera.
Tal vez debería
pedir un deseo, pensar en mis propósitos.
Quizás no deba
hacerlo.
Tal vez, este año solo
quiero ser un despropósito”.
Estos sentimientos embargan y condicionan la vida de muchas
personas en épocas en que todos suponemos que deberían primar otras
motivaciones, las mal entendidas tradiciones, o fiestas tradicionales, como se
les quiera llamar, se van tornando, cada vez en forma más frecuente, en meros
formalismos que desplazan los contenidos argumentados, resultando en un
verdadero despropósito, algo que se realiza por el mero hecho de celebrar lo
que todos en nuestro entorno celebran.
Hugo W Arostegui
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