jueves, 26 de enero de 2017

La Hora De Las Palomas


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Una de las cosas que muy pocos se detienen a pensar es en la paradójica situación que vivimos los que con el pasar del tiempo (antes de eso nadie te lo contaba ni uno mismo era capaz de entenderlo) nos enteramos de que somos los hijos mayores, al principio parece nada pero todo lo que viene sucediendo desde entonces, para nosotros, los mayores sucede antes, eso sin ponernos a considerar que con mis hermanos menores la diferencia suele estar muy cercana a los treinta años (digo esto para dejar contentas a las damas que suman todas juntas a diez)

Todo esto viene al caso porque cuando llega la hora de evocar los días de nuestra niñez nos damos cuenta de que estamos solos en el recuerdo, los primeros años de nuestra vida prácticamente carecen de testigos vivos y cuando recurrimos a la memoria los personajes que han estado con nosotros se  asemejan mucho a los que pueden conocer los niños en algún cuento de hadas.

El tema en cuestión es que he estado recordando una experiencia que mi padre solía contar relacionada con una visita que realizó conmigo cuando yo tendría algo así como unos tres años al jardín zoológico que en aquel entonces era el único del país y una referencia obligada para todo aquel que quisiera conocer especies animales de los más diversas latitudes del mundo.

Cuenta mi padre que él pensaba en la impresión que tal experiencia significaría en mi tan tierna infancia y que de alguna manera se había preparado para poder darme las explicaciones del caso, siguiendo con su relato dice que en un momento determinado notó mi ausencia y salió rápidamente a buscarme sabía que no podría andar muy lejos y en realidad estaba  cerquita, muy cerquita, le costó un poco identificarme porque pensó que andaría entre las fieras salvajes, pero no fue así, mi silueta se confundía con la de otros animales pero éstos no eran fieras, eran aves de corral especialmente patos por los cuales he sentido siempre una particular inclinación.

Me preguntarán el por qué digo lo que digo, pues bien,  resulta que pasado todo este tiempo todavía conservo ciertas características de mi primera niñez y cuando regreso a mi casa en la ciudad de Livramento, Brasil, lugar donde resido, alrededor de las siete de la tarde (hora Uruguaya porque en el Brasil son las ocho) tengo por costumbre preparar mi mate y sentarme en la sombra del frente a degustarlo, todo parece muy trivial pero lo que me resulta interesante de este relato es que cuando las palomas observan que me he sentado a tomar el mate todas acuden para compartir conmigo los granos que tengo preparados para ellas, no lo hacen antes, todos mis vecinos ya lo saben, ellas acuden al encuentro cuando yo me siento en el frente con mi silla y mi mate.

No es mucho el tiempo que compartimos, quizás unos veinte minutos diarios, pero créanme que muy pocos tenemos este verdadero privilegio de compartir nuestra vida con estas aves, son tiempos de nuestra existencia en que nos sentimos en comunión con las maravillas de la creación y nos congratulamos por tan singular experiencia.

Hugo W Arostegui 

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