Quiero recoger hoy un pensamiento que encuentro en una de las tantas
cartas que escribió Dostoievski a su hermano Misha. Era el 22 de diciembre de
1849 y le narraba ese último minuto, previo a la ejecución de la sentencia de
muerte, condena que había recibido junto con otros compañeros.
Se trataba de un acto de trágico ceremonial. Como se condenaba a
militares –Dostoievski lo era en ese momento– se comenzaba por leerles la
sentencia de muerte y se les permitía luego besar la cruz;
les rompieron enseguida las espadas sobre sus cabezas y los ataviaron
con camisas blancas para recibir la muerte.
Terminada la ceremonia, separaron a los condenados de tres en tres, para
atarlos al poste de ejecución. El primer grupo ya estaba en el poste y
Dostoievski pertenecía al segundo. “No me quedaba de vida más que un minuto,
querido hermano mío; solo entonces me di cuenta de cuánto te quiero”.
Sin rencor. De pronto, se oyó el toque de retirada. “Nos
comunicaron a todos que su majestad imperial nos concedía la vida”.
Aquel hombre superior había vivido, sin morir, el último minuto de su
vida; sintió que su cabeza, que creaba y vivía de la vida superior del arte,
habituada a las exigencias más altas del espíritu, se la habían arrancado de
los hombros; pero contra sus verdugos nunca tuvo rencor.
“Hermano, la vida es en todas partes la vida; está en nosotros mismos y
no en el exterior. Pienso que cerca de mí habrá gente siempre y que ser un ser
humano entre la gente y mantenerse como tal es cumplir con la vida y con su objetivo”.
En ese último minuto, comprendió mejor que había que defender los
principios elementales de la humanidad no obstante las situaciones difíciles
que pudieran presentarse.
“He conservado el corazón y la misma carne y la misma sangre, capaces de
amar y de sufrir y desear y recordar como antes, y eso es, a pesar de todo, la
vida”
.
Amar, sufrir, desear, recordar… y perdonar, para decir con certeza que
hemos logrado mantener la condición humana.
“Hermano, la vida es en todas partes la vida; está en nosotros mismos y
no en el exterior”
Quiero recoger hoy un pensamiento que encuentro en una de las tantas
cartas que escribió Dostoievski a su hermano Misha. Era el 22 de diciembre de
1849 y le narraba ese último minuto, previo a la ejecución de la sentencia de
muerte, condena que había recibido junto con otros compañeros.
Se trataba de un acto de trágico ceremonial. Como se condenaba a
militares –Dostoievski lo era en ese momento– se comenzaba por leerles la
sentencia de muerte y se les permitía luego besar la cruz;
les rompieron enseguida las espadas sobre sus cabezas y los ataviaron
con camisas blancas para recibir la muerte.
Terminada la ceremonia, separaron a los condenados de tres en tres, para
atarlos al poste de ejecución. El primer grupo ya estaba en el poste y
Dostoievski pertenecía al segundo. “No me quedaba de vida más que un minuto,
querido hermano mío; solo entonces me di cuenta de cuánto te quiero”.
Sin rencor. De pronto, se oyó el toque de retirada. “Nos
comunicaron a todos que su majestad imperial nos concedía la vida”.
Aquel hombre superior había vivido, sin morir, el último minuto de su
vida; sintió que su cabeza, que creaba y vivía de la vida superior del arte,
habituada a las exigencias más altas del espíritu, se la habían arrancado de
los hombros; pero contra sus verdugos nunca tuvo rencor.
“Hermano, la vida es en todas partes la vida; está en nosotros mismos y
no en el exterior. Pienso que cerca de mí habrá gente siempre y que ser un ser
humano entre la gente y mantenerse como tal es cumplir con la vida y con su
objetivo”.
En ese último minuto, comprendió mejor que había que defender los
principios elementales de la humanidad no obstante las situaciones difíciles
que pudieran presentarse.
“He conservado el corazón y la misma carne y la misma sangre, capaces de
amar y de sufrir y desear y recordar como antes, y eso es, a pesar de todo, la
vida”
.
Amar, sufrir, desear, recordar… y perdonar, para decir con certeza que
hemos logrado mantener la condición humana.
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