Es decir que el hecho de que lo diferente, lo extranjero, se convierta
cada vez más en el vecino (porque antes se tenía a distancia en las películas,
las pantallas) fragmenta el lazo social que se creía homogeneizado.
Así, eso diferente o extranjero quiere decir lo que el otro hace diferente a mí
pero cerca de mí. El diferente deja de ser lo exótico lejano para
pasar a ser el incómodo próximo.
Su manera de hablar, de vestir, de comer, de usar el cuerpo, de
relacionarse con los otros o su color de piel, puede llegar a molestar de una
manera muy intensa a una persona. Es entonces cuando, inconscientemente, puede
trasladar lo más insoportable de sí mismo –eso que como dice Lacan lo tiene
perdido o no localizado– a ese otro que de alguna manera también simboliza “el
afuera” o lo que está más allá de una frontera que, precisamente, no
es la que delimita un país de otro.
Si lo que no se soporta de sí mismo se localiza fuera, entonces el
sujeto puede hacer como si no le concerniera. Puede suscitar incluso el odio
por hecho de que el otro no es, no hace, no dice como él.
En la vida contemporánea nos podemos sentir desbordados por el exceso de
estímulos que nos rodea.
Sabemos bien que en nuestra época se ha configurado un modelo de
experiencia de realidad en el que pareciera imperante siempre estar haciendo
muchas cosas, conocer muchas opiniones sobre un mismo tema, saltar de una
publicación en redes sociales a otra y así con muchas cosas más, en un ritmo
frenético en donde, entre otros efectos, corremos el riesgo de quedar
avasallados por ese mar y perder así la brújula de lo que somos, creemos y
pensamos. Paradójicamente, el exceso hace que la experiencia del mundo deje la
diferencia para encaminarse hacia lo idéntico.
En este sentido, ahora se nos presenta una oportunidad inmejorable y
acaso urgente para re-descubrir la diferencia propia de la vida. Desde
distintas perspectivas, la idea de lo diferente ha sido reivindicada como un
elemento que también da vitalidad al mundo.
Sin lo diferente, por ejemplo, no tendríamos capacidad de asombro, pues
nos podemos sorprender sólo ante aquello que escapa a nuestras previsiones y la
manera en que experimentamos la realidad.
La diferencia activa nuestros sentidos, nos lleva fuera de nuestras
creencias y, por lo mismo, es capaz de situarnos en territorios que nunca nos
hubiéramos atrevido a pisar.
Ser independiente, vivir fuera de la casa familiar, adquirir el primer
automóvil, dejar la universidad… éstas son algunas de las circunstancias en
donde se vive con mayor ardor la fuerza de la diferencia, al mismo tiempo que
se le busca con más empeño.
Ser diferente se vive también como un ímpetu por ser arriesgado,
creativo, innovador, inquieto: todo ello orientado con un propósito vital que
aunque no es sencillo concretar, se sabe que está ahí, animando nuestra
existencia.
¿Cómo descubrir lo diferente? En buena medida, relajando nuestros
sentidos. Dándonos cuenta de que todo fluye y todo cambia, y aceptando esa
mutabilidad. Mirando con atención lo más ínfimo y lo más grandioso, y
percibiendo que cada uno de esos elementos tiene el peso específico que lo
mantiene presente en nuestro mundo.
¿Y cómo aprender a valorarlo? Sencillo: al tomar conciencia del efecto
que eso tiene en nuestra realidad, la manera en que la cambia y, como decíamos,
la lleva a un punto imprevisible, siempre nuevo: diferente.