“Un cuento siempre adquiere los colores que le otorgan el narrador, el
ámbito en que se cuenta y el receptor”
-Jostein Gaarder-
Es como si muchos de nosotros dispusiéramos de un férreo esquema
auto-construido sobre lo que esperamos de los demás, sobre lo que consideramos
como adecuado y respetable, sobre lo que entendemos como nobleza o bondad.
Así, cuando algo de esto falla, cuando un solo elemento de esa receta interna
no se cumple, no se expresa o no aparece, no dudamos en calificar a esa persona
como desconsiderada, tóxica o incluso “malvada”.
Ser el lobo en el cuento de alguien es algo bastante común. Sin embargo,
en muchos de estos casos es necesario analizar a la persona que habita bajo la
caperuza roja.
Caperucita es una niña obediente. En su trayecto por el bosque sabe que
no debe salirse del camino marcado, que hay seguir las normas, actuar según lo
establecido. Sin embargo, cuando aparece el lobo sus perspectivas cambian… Se
deja cautivar por las bellezas del bosque, por el sonido de los pájaros,
el tacto de las flores, la fragancia de ese mundo nuevo cargado de
sensaciones. El lobo, en el cuento, representa por tanto la intuición y
ese reverso más salvaje de la naturaleza humana.
Esta metáfora nos sirve sin duda para entender un poco más muchas de
esas dinámicas con las que nos encontramos a diario. Hay personas que,
como Caperucita al inicio del cuento, muestran un comportamiento rígido y
pautado. Tienen interiorizadas cómo deben ser las relaciones, cómo debe
ser el buen amigo, el buen compañero de trabajo, el buen hijo y la
excelente pareja… Sus cerebros están programados para buscar esas dinámicas en
exclusiva y esa uniformidad, porque es así como obtiene lo que más
necesita: seguridad.
No obstante, cuando acontece la disonancia, cuando alguien reacciona,
actúa o responde de forma diferente al plan previsto, entran en pánico. Aparece
la amenaza y el estrés. Una opinión contraria se ve como un ataque. Un
plan opuesto, una negativa inofensiva o una decisión inesperada se siente al
segundo como una desoladora decepción y como una inmensa afrenta.
Así, casi sin buscarlo, sin preverlo y sin ni tan solo quererlo, no
convertimos en el “lobo” del cuento, en ese alguien que por seguir su intuición
hirió al ser frágil que habitaba en el interior de una caperuza.
Por otro lado, hay algo que tampoco podemos negar: muchas veces
nosotros mismos somos esa caperucita que comete el error de crear su propio
cuento. Trazamos e ideamos planes sobre cómo debe ser nuestra vida, cómo
esa familia ideal, como ese mejor amigo y ese amor perfecto que nunca
falla y que encaja con todas nuestras piezas sueltas. Imaginarlo nos ilusiona,
que ocurra nos dota de seguridad y luchar para que todo siga así nos define
como persona.
Sin embargo, cuando el cuento deja de ser cuento y se convierte en un
ensayo de la realidad, todo se derrumba y aparece al instante esa manada de
lobos devorando nuestra fantasía casi imposible.
Ser el lobo en el cuento de alguien no es agradable. Puede que existan
razones concretas para que lo seamos y puede que no. Sea como sea, son
vivencias incómodas para todas las partes. Ahora bien, hay un aspecto muy
básico que no podemos dejar de lado.
En ocasiones, ser el “malo” en la historia de alguien nos ha
permitido ser el “bueno” en la nuestra. Pudimos ser, por ejemplo, ese héroe que
fue capaz de salir de una relación desgastante e infeliz o ese personaje que se
atrevió a poner “fin” a un relato que ya no daba más de sí.
El lobo siempre será malo si solo escuchamos a Caperucita
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