La dignidad, o «cualidad de digno» (del latín: dignĭtas, y que se
traduce por «excelencia, grandeza»), hace referencia al valor inherente al ser humano por
el simple hecho de serlo, en cuanto ser racional, dotado de libertad.
El respeto a la dignidad humana implica un compromiso para crear
condiciones en que los individuos puedan desarrollar un sentido de autoestima y
de seguridad.
La verdadera dignidad proviene de la capacidad de ponerse a la altura de
los desafíos inherentes a la condición humana.
Esta seguridad no es probable que pueda fomentarse en aquellas personas
que tienen que vivir bajo la amenaza de la violencia y de la injusticia, en
condiciones de mala gobernabilidad e inestabilidad, o expuestas a la pobreza y
a la enfermedad. La erradicación de esas amenazas debe ser el objeto de todos
aquellos que reconocen el carácter sacrosanto de la dignidad humana y de
quienes se esfuerzan por fomentar el desarrollo humano.
El desarrollo, concebido como crecimiento, progreso y realización del
potencial, depende de los recursos disponibles –y no hay recurso más potente
que las personas fortalecidas por la confianza en su valor como seres humanos.
El concepto de desarrollo humano ya no es nuevo. Pero algunos analistas
todavía consideran que sus aspiraciones son atrevidas y audaces –incluso
algunos podrían decir que son abrumadoras y temerarias. Los problemas son
innumerables, siempre cambiando y siempre los mismos –una gama compleja y
fluida de cuestiones sociales, económicas y políticas que es imposible abarcar
en su totalidad.
El hecho de que resulte imposible una delimitación constituye el núcleo
del problema que plantea la tarea del desarrollo humano. Exige un esfuerzo
constante y la capacidad para considerar las cuestiones, flexibilidad y
respuestas rápidas. El proceso de desarrollo humano requiere espíritu de
decisión e ingenio humanos.
Las personas desesperadas, indefensas y despojadas de su dignidad,
apenas son capaces de activar esas funciones.
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