Hace falta un nuevo hombre, sí.
Pero no éste
Pero no éste
Las insensateces del "transhumanismo"
¿Es el hombre la culminación de la evolución cósmica?
Algunos visionarios de nuestra época lo niegan apasionadamente.
Según ellos, el
ser humano sólo significa un eslabón provisional e imperfecto dentro de una
cadena ascendente que todavía no ha llegado a su final. Este final se encuentra
más allá del hombre, por encima del hombre. El siglo XXI dará un salto
cualitativo en el dominio de una tecnología cuasi-mágica y permitirá —¡al fin!—
transcender al ser humano.
Tal es el sueño de los transhumanistas.
Por supuesto, todo esto suena a película de Hollywood
y a ciencia ficción.
Y, sin embargo, el lobby transhumanista presenta
en sus filas partidarios completamente respetables.
Al fin y al cabo, ¿no ha dado ya el ser humano todo lo que
puede dar? Así lo consideran Marvin Minsky, Ray Kurzweil y otros gurúes
norteamericanos del transhumanismo, para quienes la nanotecnología y la
biotecnología habrán de conducir, dentro de pocas décadas, al interfaz
hombre-máquina, piedra angular del mito transhumanista.
No ser ya sólo hombres, sino hibridaciones entre hombre y
máquina, entre hombre y ordenador.
Liberarnos —al menos parcialmente— de las
servidumbres que nos impone la biología. Ampliar nuestras capacidades psíquicas
y sensoriales. Explorar todo el espectro de los estados alterados de
conciencia. Experimentar sensaciones antes nunca conocidas por el género
humano. ¿Quién no se sentiría atraído por tales perspectivas? Tanto más cuanto
que el hombre, tal y como ha existido hasta ahora, parece incapaz de abandonar
ese fango de egoísmo, vulgaridad y violencia en el que anda chapoteando desde
tiempo inmemorial.
Como es evidente, desde un punto de vista humanista, e
incluso desde el simple sentido común, sería fácil efectuar una indignada
crítica contra tales desvaríos: que si son síntomas de un nihilismo mal
disimulado, que si vamos al Mundo Feliz de Huxley, que si Hitler va a triunfar
con un siglo de retraso en su lucha por crear al Superhombre.
Sin embargo, el
transhumanismo —como todo mito, como toda idea que logra fascinar al espíritu
humano— contiene una parte de aspiraciones legítimas.
Es decir: la humanidad experimenta hoy un intenso deseo de
autosuperación y el anhelo de “empezar una nueva época”, una etapa radicalmente
distinta dentro de su historia milenaria.
Cambiar desde la raíz el ambiente de nuestra cultura,
nuestros hábitos de vida, el régimen íntimo de unas existencias individuales
que se han acostumbrado a respirar en una atmósfera de conformismo
desencantado.
Librarse de la Matrix omnipresente que hoy nos atrapa y
salir al fin de la caverna platónica, para contemplar la verdadera realidad. Y
los transhumanistas han sabido captar precisamente este aspecto del Zeitgeist actual:
los hombres de nuestra época aspiran a vivir en un mundo lleno de aventura y de
misterio, diametralmente opuesto a esta gris rutina de existencias vacilantes y
desnortadas que hoy conocemos. Sin embargo, y como sucede tantas veces, se
acierta aquí en el fin, pero se yerra —y de una manera decisiva— en los medios.
A mediados del siglo XIX, los entusiastas del progreso
predecían, extáticos y exultantes, un siglo XX poblado de máquinas fantásticas
que convertirían el mundo en un lugar “emocionante” y “maravilloso”. La máquina
volante —nuestro avión— era entonces el paradigma de lo fascinantemente
futurista; y aún más el proyectil que, como imaginó Verne, nos llevaría hasta
la Luna.
Ahora bien: hoy en día, miles de aviones surcan cada día
nuestros cielos, y hace décadas que conquistamos nuestro satélite; pero,
aun así, seguimos bostezando. Seguimos haciendo ricas a las multinacionales
farmacéuticas que nos proporcionan nuestra imprescindible ración de
antidepresivos.
La melancolía es la seña de identidad del Occidente posmoderno. Ergo:
es obvio que nos estamos equivocando en algo decisivo.
También se equivocan, desde luego, los transhumanistas.
Necesitamos —es cierto— un nuevo entusiasmo, una nueva frontera, un nuevo
impulso que nos devuelva la ilusión y la alegría.
Porque la única energía que puede renovar la faz del mundo procede del
núcleo más íntimo de lo real.
De la centella más interior del espíritu humano: más
allá incluso de nosotros mismos. Donde todo recobra su aspecto más auténtico y
maravilloso. Donde la vida humana vuelve a convertirse en lo que nunca debió
haber dejado de ser: una fiesta llena de alegría. Donde descubrimos con estupor
que aquí mismo, junto a nosotros, existe —ocultada por nuestra torpe
mediocridad— otra forma de vivir y de construir el mundo.
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