Todo lo que hacemos o dejamos de hacer deja una
huella que muy pocos humanos tenemos la capacidad de captar en nuestros
receptores individuales, tal es lo que constituye nuestra impronta, esa señal
que subyace imperceptible como una marca indeleble de generación en generación.
“Señal o carácter peculiar: huella. Conjunto de característica cultural o
característica humana que son consecuencia del contacto con una persona o grupo social: la profesora ha
dejado su impronta en los alumnos. En biología,
tipo de aprendizaje
propio de animal pequeño, por lo general durante un
período crítico y receptivo de su vida”.
Durante este período, el animal joven aprende a dirigir su respuesta social hacia un objeto concreto, normalmente uno de los padres: proceso de aprendizaje para el que solamente
se está sensibilizado durante la etapa juvenil y que tiene carácter irreversible.
El estrés y el desamor en el hogar
suponen a los niños un daño evidente durante su crianza. Decenios de
investigación han permitido documentar, además, las consecuencias psicológicas
en la edad adulta de tales experiencias (entre ellas, depresiones latentes y
dificultades para mantener relaciones afectivas). Estudios actuales confirman
que una vida familiar conflictiva provoca efectos fisiológicos graves en el
desarrollo neural.
El cerebro infantil posee una exquisita sensibilidad. Las
discusiones acaloradas afectan a los pequeños incluso cuando duermen.
Investigadores de la Universidad de Oregón han hallado, mediante imágenes por
resonancia magnética funcional, que los niños de familias que informaban sobre
fuertes conflictos hogareños (superiores a los habituales), se mostraban más
sensibles a voces agresivas o airadas. De hecho, manifestaban un repunte de
actividad cerebral en respuesta a frases leídas en tono agrio mientras dormían.
La excitación cerebral se concentraba en las áreas responsables de la
regulación de las emociones y del estrés.
Ni la negligencia afectiva ni las
disputas familiares dejan señales externas, pero sí afectan de forma notable la
arquitectura cerebral. Un estudio sobre adolescentes desarrollado por la
Universidad de Yale halló, mediante resonancia magnética funcional, que el
desamor y el abuso emotivo en la infancia reducen la densidad celular posterior
de las regiones cerebrales que regulan las emociones. Según el artículo,
publicado en Journal of
the American Medical Association en
2011, aunque los adolescentes del estudio no llegaban a cumplir los criterios
definitorios de trastornos psiquiátricos por completo, muchos de ellos sí
experimentaban problemas emocionales (conductas irreflexivas o arriesgadas).
Aunque el descuido afectivo o el estrés en el hogar familiar
parezcan lesionar fácilmente el cerebro juvenil, resulta improbable que tales
daños se tornen permanentes si se tratan a tiempo, asegura Hilary Blumberg,
profesora de psiquiatría en Yale y autora del estudio con adolescentes.
Asimismo, reconoce que si la falta
de control de estos sujetos sobre sus impulsos pudiera corresponder a un
síntoma de alteraciones cerebrales inducidas por la falta de cariño, tal
fenómeno facilitaría a los asistentes sociales o a los profesionales de la
salud la aplicación de los tratamientos apropiados.
En el futuro, algunas terapias
podrían orientarse directamente hacia las alteraciones neurológicas. Si bien
se ha probado que el ejercicio regular frena la pérdida por envejecimiento de
materia gris en el cerebro, tal vez pudiera proteger también contra pérdidas
asociadas al desamor.
Se confía en que la investigación
de los cambios cerebrales inducidos por una vida familiar tormentosa acabará
proporcionando formas de deshacer tales daños en cualquier momento de la vida.
Hugo W Arostegui
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