“Es mejor retirarse y dejar
un bonito recuerdo que insistir y convertirse en una verdadera molestia. No se
pierde lo que no tuviste, no se mantiene lo que no es tuyo y no puedes
aferrarte a algo que no se quiere quedar”.
Dejar ir es darte cuenta que algunas personas son parte de
tu historia, no de tu destino.
Eso no significa que no duela. Las despedidas siempre
duelen, aun cuando hace tiempo que se ansíen. Esa es una de las leyes
emocionales que rigen nuestra vida en interacción con los demás.
Hay relaciones (o personas) que hacen mella pero por más que
luches, por más que intentes salvar, por más que ames, por más que se deba
permanecer, simplemente, con un soplo, se desmoronan. No es bonito decir
adiós pero, a veces, sí es liberador y es en esa libertad donde reside la
belleza y la necesidad.
Porque, a veces, tenemos esa necesidad de irnos para ser
felices, de dejar atrás una vida llena de dolor y de inquietudes, de abandonar
la incertidumbre emocional, de obtener nuestra paz interior y de ser artífices
de nuestra libertad
emocional.
No hay nada más triste que un adiós. Porque hasta nunca es
hasta nunca, pero un adiós es ¿hasta qué? Duren lo que duren los amores,
las amistades o cualquier otro tipo de relación, estas se deben
fundamentar en la expresión de los sentimientos, emociones o pensamientos.
Es importante que no nos quedemos con la sensación de que no
hemos dicho lo que sentíamos. Porque el adiós es más doloroso cuando
nuestra pluma contiene tinta. Si no la usamos, esta se secará y,
probablemente, estropee nuestro útil de escritura.
Esto es, dicho de otra forma, que nuestro pasado
emocional determinará nuestro presente. Así que es
importante gestionar nuestros sentimientos, emociones y pensamientos, de
acuerdo al momento que nos toca vivir.
Así que mantengamoso muy presente, un adiós duele, pero
las despedidas más dolorosas son las que no se pronuncian, las que dejan asuntos
pendientes en un cajón dorado con múltiples esquinas que pueden dañar nuestro
corazón.
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