No creo haber elegido las circunstancias de mi nacimiento, ni el dónde,
ni el cuándo, ni el cómo, aunque sí pienso que tengo cierta influencia en la
forma en que vivo, y en la forma en que dejaré de vivir.
Quizá no elija cuando morirme o quizá sí, quizá tenga el tiempo
necesario para reflexionar sobre lo que eso significa viendo el momento llegar,
o quizá no.
Sea como sea lo único que quiero es irme en paz conmigo mismo, o aún
mejor, alcanzar cuanto antes esa paz interior que me permita vivir lo que me
resta en plenitud y serenidad, lo cual implica por cierto, que aún no lo he
conseguido.
Y una vez haya muerto…
¿Importará la vida que haya llevado?
¿Lo que haya hecho o dejado de hacer?
¿Mi legado?
¿Que me recuerden?
Quizá sí para los que todavía permanezcan vivos, pero no para mí.
Esas son el tipo de cosas que me importan y me
preocupan ahora porque estoy vivo, tengo conciencia e intelecto, y es lo
que me ha tocado vivir según mis circunstancias, pero que dejarán de ser
importantes cuando esté muerto.
Nada
tiene importancia si no existo.
No conocemos vida sin muerte (por el momento), y así como aceptamos la
vida con naturalidad, nos cuesta hacer lo mismo con la muerte.
Morir resulta terrible, nos da miedo, no queremos, y buscamos y
encontramos todo tipo de recursos, excusas y rescates que nos permitan mitigar
ese miedo y soportar tal sentencia.
En
el ámbito espiritual, el miedo es causa, la fe es consecuencia, un sustituto de
la valentía que nos llevaría a aceptar la realidad tal y como es, del coraje
que nos permitiría ser los dueños de nuestra vida, y de nuestra muerte.
Somos
afortunados porque vamos a morir.
Tarde o temprano, lo quieras o no, verás y sentirás morir a otros.
Tarde o temprano, lo quieras o no, morirás.
Si deseas vivir en libertad, en paz contigo mismo, y morir de la misma
forma, te conviene aceptarlo.
Resulta inevitable.
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