Desde La Historia Reciente:
En esta tierra, durante los «años de plomo», muchos
vivimos con relativa comodidad agazapados tras un silencio mezcla de miedo y
semiclandestinidad. En ese ecosistema social, muy pocos fueron los que se
atrevieron a levantar su voz contra aquel auténtico poder fáctico representado
por un universo ideológico que se autodefinía a sí mismo como abertzale,
«patriota».
Recuerdo con profunda tristeza el visionado de la película 'Trece
entre mil', de Iñaki Arteta, un film construido con la narrativa desnuda de
numerosas víctimas del terrorismo de ETA. En 2005, en una ciudad de 230.000
habitantes, en la sala no estábamos más de una docena de personas.
En 1990, 'La
carta', de Raúl Guerra Garrido, fue presentada casi a escondidas. En el año
2010, la sugerente novela del profesor Vicente Carrión Arregui 'Padre Patria'
fue publicada bajo el manto del olvido por parte de la cultura oficial vasca,
de la propia sociedad y en especial del mundo educativo.
En 2013, la obra
'Arresti', de Iñaki Martínez, vio la luz bajo una casi total oscuridad.
Quizás por esto, por inesperado, me ha resultado tan
gratificante el éxito obtenido por la novela de Fernando Aramburu 'Patria'.
Superada su décima edición, es 'best seller' número uno en España, valorada muy
favorablemente por la crítica europea, premio Francisco Umbral y con un éxito
de ventas inimaginable hasta hace poco en Euskadi.
Aun así, el merecido éxito
cosechado por Fernando Aramburu no se ha visto correspondido en su presentación
en el País Vasco, pues la obra ha estado rodeada del mismo halo de abandono,
cuando no de estigma, de sus predecesoras. La presentación en Vitoria, a la que
asistí, concitó a poco más de cincuenta personas. El propio autor confesó allí,
que la asistencia en su ciudad natal, Donostia, fue similar y ello gracias a la
presencia de miembros de su propia familia. Resulta a todas luces
contradictoria esa pobre respuesta en el ámbito público con la calurosa acogida
obtenida en el ámbito privado. Y es que, en mi opinión, ciertos mecanismos no
han sido totalmente desactivados en este país, y la vergüenza por el pasado
está resultando más pesada de lo que podíamos haber previsto.
Así, puedo
entender el temor de la Izquierda Abertzale (Izquierda Patriótica en
definitiva) a que alguien señale, incluso de forma novelada, los mecanismos que
arrojaron a cientos de jóvenes vascos a sacrificar sus vidas, arrebatándoselas
a los demás, en aras del «gran ideal patrio». Pero se me hace mucho más difícil
comprender esa especie de veto no explícito, pero en la práctica poderosamente
eficaz, del nacionalismo jeltzale (Nacionalismo Patriótico a su vez) ante esta
obra, sintetizado en los «piropos» expresados a través de la pluma de un conocido
articulista: «…construcción de una opinión prefabricada, reduccionismo en torno
a personajes básicos; torpe retrato de Miren y Bittori, ridículo mito del
matriarcado vasco; falsedad de dos bandos, el de la violencia y el de las
víctimas, escenario que no es sino una caricatura que no sirve ni como
alegoría; el apoyo al terrorismo fue minoritario, la sociedad vasca no es
responsable de complicidad, cobardía o silencio…».
¿A qué obedece esta posición negacionista del nacionalismo
moderado a reconocer la contribución sanadora de la obra de Aramburu? En mi
opinión, a dos razones fundamentales: La primera tiene que ver con la
dificultad por desligarse de su primigenia concepción mesiánica del Pueblo
Vasco. Desde la misma resulta muy difícil condenar a los miembros del mismo
grupo corporativo, la misma tribu. Fueron vascos equivocados, sí, pero
pertenecen a nuestro propio etnos, son euskaldunes, son de «los nuestros» y
numerosos lazos afectivos se entrelazan en el mundo, siempre complejo, de las
lealtades primordiales.
Los asesinados (salvo un número menor de casos), por el
contrario, pertenecían a otro etnos representado en el texto por Guillermo, el
'maketo', otro grupo humano, construido como radicalmente distinto, ajeno y
patógeno. La condena se produce en el discurso, pero no en las prácticas
sociales, amicales o de parentesco. La segunda tendría que ver con el efecto
interpelador de la novela. Las familias de 'Txato', el empresario extorsionado,
y de Joxe Mari, el joven etarra, incluso la figura de don Serapio, el cura, no
son sino reflejo fiel de nuestro pasado reciente. Lo queramos o no, su
presencia en la novela nos revela con toda su crudeza el grado de putrefacción
social al que esta sociedad llegó, y eso es doloroso. Aramburu, en un ejercicio
ético que es digno de elogio, no rehúye el tema de la existencia de excesos
policiales, de los asesinatos del GAL o de casos de tortura, y este hecho, que
le honra, da todavía mayor credibilidad a su novela; pero no cae en la
equidistancia, tan de moda, para reflejar de forma descarnada el poder
aterrador que un proyecto totalitario, preñado de mitología patria, tuvo en
este pequeño país. ¡Ahí está su supuesto pecado! Que esa realidad nos señala,
nos interroga, y ante ella sería necesario dar respuestas, dictámenes que
pueden hacer tambalearse a ese proyecto de «comunidad de destino», del que es
muy difícil separar el vínculo establecido entre identidad y violencia.
Y es que Fernando Aramburu pone el dedo en la llaga de una
idea terrible, la existencia de un fundamentalismo esencialista o
comunitarista, basado en una visión evangélica de la patria, que siempre deriva
en exigencias de inmolación en nombre de la misma.
Utilizando una idea del historiador Javier Merino, yo diría
que quien alegue contra 'Patria' que con juicios de valor no se explica el
pasado que pruebe a contar la historia de los campos de exterminio, del
franquismo, del GAL, o de la masacre del 3 de marzo vitoriano, sin hablar de
víctimas y verdugos, de asesinos y asesinados, sin hacer una valoración moral,
rotunda y sin eufemismos de lo ocurrido.
Lo del título, El dedo en la llaga
Hugo W Arostegui
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