El personaje es interesante cuando intentamos comprender su
"modus operandi". Pero más curiosa aún es nuestra respuesta a su
requerimiento al darle lo que nos solicita. Una mirada atenta, fija, con
expresión intermedia entre triste y alegre por vernos, anticipa su
acercamiento. Puede conocernos o no, pero fingirá una intimidad inexistente
para que desde el falso fondo de esa franqueza nos manguee, extraño verbo. No
nos pide; nos manguea.
En todo pedido hay aflicción por el posible rechazo y cierto
achique de la autoestima por depender de otro. En el manguero no, y este
es su arte. Sentimos cierta culpa por tener una condición deudora frente a un
oportunista embaucador y habitual seductor al que debemos pagar por nuestro privilegio.
Y luego de hacerlo rogamos por sentirnos más generosos que estúpidos. Aún más
complejo resulta cuando los pedigüeños son instituciones, ONG, clubes o
asociaciones, que sin mostrar certificados de pobreza nos manguean desde un
derecho autootorgado, un cambio de bolsillos que exige al dador reconsiderar la
opción de creer o reventar.
Los motivos invocados por el manguero discurren entre la
creatividad de presentar malas noticias -madres, padres y abuelos que mueren y
resucitan 14 veces- hasta el gesto sencillo y convincente de alzamiento de
cejas, labios en descenso y manos extendidas, listas para recibir. Dos
conclusiones se podrían obtener de todo esto: que mucha gente acepta ser
seducida por temor a decir no.
Y que a los mangueros, igual que todos los que
se victimizan, más vale perderlos que encontrarlos.
Por Osvaldo
Aiziczon - Psicoanalista.
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