El s. XX heredó del anterior la fascinación por el progreso
técnico y el desarrollo de las ciencias. El ingenio humano lograba diseñar
máquinas asombrosas que progresivamente permitían reemplazar seculares métodos
de trabajo artesanal por líneas de producción cada vez más capaces,
automatizadas y eficientes. El aumento de la productividad parecía no tener
límite, a la vez que la mejora de los sistemas y rutas de transporte
posibilitaba la expansión internacional del comercio y el crecimiento de la
demanda de nuevos productos.
Como consecuencia, se fue desarrollando una
economía de mercado basada en la industria manufacturera, que propició la
aparición de grandes compañías. En ese contexto de complejidad creciente surgen
necesidades de dirección y coordinación hasta entonces desconocidas. Nace
así la figura del directivo profesional y, con él, la reflexión sobre la mejor
manera de administrar estas nuevas organizaciones llamadas empresas. A lo
largo de todo el siglo, tecnología y management evolucionan
conjuntamente y sin descanso, si bien en las últimas décadas se observa un
cambio de escenario.
En efecto, el vertiginoso desarrollo de las TIC y de otras
tecnologías (nano-, bio-, etc.) perfilan un mundo interconectado, en el que las
distancias físicas pierden importancia, la información y los descubrimientos se
transmiten con inusitada rapidez, los mercados financieros convergen, los
procesos productivos se aligeran y las nuevas generaciones poseen un alto nivel
educativo. Si el s. XX se apoyó en la industria, el XXI cuenta con el trampolín
del conocimiento.
Estos profundos y acelerados cambios influyen en el mercado
y también en la realidad interna de las organizaciones: se experimenta un
creciente mestizaje entre lo físico y lo virtual, se difuminan las fronteras
entre los sectores y se descubren clientes cada vez más informados y exigentes.
En definitiva, surgen nuevos desafíos y nuevas formas de competir que
demandan un cambio en la manera de entender la empresa y en la forma de
dirigir.
Pero ni todo cambia ni tampoco es la primera vez que se
produce un cambio de cierta magnitud. De hecho, vemos que conviven modelos de
empresa absolutamente rupturistas con otros aferrados a fórmulas clásicas hoy
probablemente obsoletas.
Necesitamos discernir muy bien qué ha cambiado y
qué permanece, pues el cambio sólo se puede operar si hay algo que permanece
(si no, hablamos de aniquilación). Han evolucionado las empresas, pero ¿se ha
transformado su naturaleza?, ¿qué repercusiones puede tener la mutación en el
comportamiento de clientes y empleados?, ¿cuál es el alcance de las
innovaciones tecnológicas, las turbulencias del mercado, las metamorfosis
sociales o los desequilibrios demográficos?, ¿qué oportunidades ofrecen las
nuevas plataformas de relación social?
Nos falta experiencia y perspectiva para enfrentar tantas y
tan radicales novedades como estamos observando. Carecemos de un mapa de rutas
adecuado. Se ponen en cuestión todos los fundamentos de dirección
conocidos, por lo que conocer bien la teoría de la organización se hace más
necesario que nunca.
La perspectiva histórica que ofrece el conocimiento
de la evolución de las concepciones de la empresa nos ayudará mucho.
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