Pero hay diversos motivos que pueden conducir a un niño a golpear a
otro.
1. Cuando la agresividad se dirige hacia una persona determinada (padre,
madre, hermano) puede ser que la causa sea la incomprensión de los educadores o
celos inconscientes cuyos orígenes deben descubrirse. Los niños celosos
son fácilmente hostiles hacia sus compañeros. Esto es, por otra
parte, lo primero que de debe de averiguar. Si la brusquedad tiene por origen
los celos, son ellos los que se deberán de evitar. Ha menudo los celos
son provocados y mantenidos por errores de la educación.
2. La brusquedad puede también ser el resultado de un ataque verbal o
físico. Podemos citar un niño acusa a otro de ladrón; como éste no conoce
otro medio, ataca para defenderse de la acusación. Es deber de los padres
indicar otros caminos para defenderse y solucionar problemas.
3. Existe un tipo de agresividad “gratuita”; el niño ataca de repente y
sin ningún motivo a cualquier compañero. En este caso se puede tratar de
un equivalente a alguna enfermedad o de una ausencia de control cerebral
motivada por otro tipo de enfermedad.
En una sociedad como la nuestra, con tanta ambigüedad y contradicciones
en el mundo adulto, los niños y adolescentes no saben qué es la verdad y qué
no. Crecen confundidos porque en numerosas ocasiones los adultos les mienten
para “protegerlos”. Esto puede reflejarse en expresiones comunes en las que los
adultos presentan la mentira como solución y alternativa a la verdad u
honestidad (por ejemplo “Es chico para contarle que murió un amiguito, no lo va
a entender”, “Decile a la maestra que lo hiciste vos, aunque te lo hice yo, así
aprobás”, “Shh, no digas que no me cobraron tal producto en la caja del súper,
total ellos ganan tanto…”).
Hasta el primer año de vida -período en el que todo ser humano necesita
la máxima atención y cuidado-, las emociones son como ríos sin cauce y
necesitan del adulto para no desbordarse. Gradualmente, el bebé desarrollará
estrategias para encauzar esas emociones y afianzar sus formas de
afrontamiento, las que se consolidarán durante los primeros 20 años de vida.
Durante este desarrollo cognitivo y emocional, surge la capacidad de discernir
y evaluar por sí mismo y se desarrolla la conciencia moral, que permite medir
las consecuencias de las elecciones y hacerse cargo de las acciones.
En términos generales, las mentiras y los robos integran el grupo de las
llamadas “conductas antisociales o rebeldes”, en las que parece no respetarse
los derechos de los demás ni las normas sociales. Los dos parámetros esenciales
para medir la gravedad de la mentira son la intención que la
impulsa y el efecto que ésta causa.
Se sabe que las mentiras aparecen de forma frecuente en el desarrollo
normal de cualquier niño pero, en el momento en que éstas son frecuentes
y persisten en el tiempo, se puede pensar en una conducta problemática. Las mentiras
pueden clasificarse como acordes al momento evolutivo, conductas rebeldes
reactivas o defensivas o conductas rebeldes cronificadas -posible expresión de
una patología-.
¿Cómo diferenciar las mentiras propias del desarrollo de las mentiras
patológicas?
La frontera entre una mentira como fenómeno normal del desarrollo y una
conducta mentirosa reactiva a factores del contexto es extremadamente
difusa. Se debe agudizar el diagnóstico diferencial en este aspecto para poder
tomar las medidas adecuadas para su abordaje.
Cuando la mentira se presenta como parte del desarrollo del niño,
requerirá una aproximación psicoeducativa, que será importante para evitar el
viraje a esa “reactividad”, que probablemente venga acompañada de otras
actitudes o conductas transgresoras.
Cuando las mentiras son reactivas, la atención debe ser mayor. Se deberá
consultar con un pediatra, psiquiatra o psicólogo capacitado para identificar
los factores de riesgo que facilitan la rebeldía. En estos casos, es
recomendable trabajar con el niño y la familia para generar un cambio en la
situación. Algunos factores que pueden precipitar la aparición de mentiras
y robos reactivos suelen ser: disfuncionalidad familiar, violencia
familiar, crianza coercitiva o en exceso autoritaria, crianza negligente,
modelos inadecuados de afrontamiento de conflictos, abuso intrafamiliar, entre
otros.
Entender las mentiras o robos como conductas reactivas no implica
justificar la conducta del niño, sino que permite abordar el tema de manera
integral para obtener mejores resultados que los que se obtendrían catalogando
al niño o adolescente de “mentiroso”. Además, facilita intervenciones
multidimensionales (terapia individual, familiar, vincular, eventual uso de
psicofármacos o de otras medidas correctivas.)
Cuando pensamos en mentiras o robos como expresión de psicopatología
hacemos referencia a la cronicidad y gravedad en relación al momento evolutivo
del niño y a las formas esperables de acción, a la presencia de otras actitudes
o conductas inapropiadas y al nivel de riesgo para el niño o adolescente y
otros significativos.
Mentiras esperables
Hasta los 4 ó 5 años el niño puede decir mentiras sin tener intención de
engañar, ya que se confunde la realidad con lo imaginado. El pensamiento
es mágico, los niños hacen existir lo que desean y suprimen lo que no les
gusta. Aquí, la recomendación para los padres y educadores es no
precipitarse y rotularlo de mentiroso. Es la etapa en que habrá que
utilizar el humor para mostrarle que exagera pero sin descalificarlo, ya que se
está sembrando la confianza mutua.
A partir de los 5 ó 6 años, los niños empiezan a mentir realmente, es
decir, cuentan cosas falsas a medida que van distinguiendo lo real de lo
imaginario o fantasioso. En estos casos, conviene evitar la brusquedad y, de a
poco, enseñarles a distinguir qué cosas son reales y qué cosas no.
Mostrar los beneficios de utilizar la verdad para relacionarnos con las
demás personas y cómo eso influye en la confianza y la credibilidad. Cuentos
como el pastorcito y el lobo y otras versiones más actuales son herramientas
útiles.
En la pubertad y adolescencia -mientras se afianzan la autonomía y el
criterio propio-, las mentiras y algunos robos menores pueden responder a
infinidad de razones, que deberán analizarse mientras se tiene en cuenta la
singularidad de cada individuo y su contexto familiar y social más amplio.
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