Vamos de lugar en lugar. Recorremos distancias, invertimos tiempo, consumimos energía, gastamos dinero para ir de un lugar a otro. Estamos en los lugares; y fuera de ellos, transitamos. En un lugar tenemos un entorno a nuestro alcance: asistimos a lo que allí sucede y podemos intervenir, de algún modo, en lo que se encuentra y acaece en ese entorno.
Pero comenzamos a vivir en un mundo dual, en el que real y virtual se entrelazan. Dos espacios con fronteras cada vez más difusas, que habitamos, aún con cierta confusión de cómo distribuir nuestra presencia en ellos.
No deja de asombrar la experiencia cotidiana de un smartphone en las manos: las apps, pequeños sellos bidimensionales, flotan en la lámina de agua que es la pantalla. Pero si a cada una de ellas le damos volumen y peso, hay que darle también lugar, y entre el objeto en su lugar correspondiente y nosotros se abre una distancia; el objeto materializado se nos ha distanciado y se encuentra en un lugar.
El número de objetos y actividades virtuales no deja de crecer, y si en vez de estar disponibles en ese espacio virtual —sin lugares, sin distancias, sin demoras— los devolvemos al espacio que pisamos —les damos lugar—, éste se puebla con artefactos de lo más variado que manipulamos, y con salas, mostradores, edificios enteros que necesitamos para realizar actividades. Y el resultado es que vamos de lugar en lugar para que estén a nuestro alcance.
Es difícil, entonces, sustraerse a la atracción del espacio virtual donde no hay desplazamientos para conseguir muchas acciones, cada vez más, que hasta ahora solo podían tener lugar —es decir, realizarse— si tenían un lugar — emplazamiento—. Nuestra vida, de humanos en conexión continua con el espacio virtual, se está viendo afectada por esa ubicuidad —hasta ahora reservada a las divinidades— que nos proporciona, y comenzamos a cambiar la valoración respecto al esfuerzo del nomadismo que nos imponen los lugares.
¿A qué grado de despoblamiento llegarán los lugares? ¿Cuántos reorganizarán sus funciones? ¿Por cuántos crecerá la hiedra? Y, al contrario, ¿cómo se apreciará el hogar? ¿Qué ciudades —laberinto de lugares— conocerán los alefitas? ¿Y cuáles serán las diferencias respecto de las ciudades por las que hoy transitan los urbanistas? ¿Les invadirá la selva o la arena, como a las ciudades perdidas?
Esta incertidumbre no alcanza a los lugares en donde se manifiesta el poder, porque difícilmente los poderes económicos, políticos, religiosos, académicos, renunciarán a mostrarse majestuosos, ya que es inseparable del poder hacerse visible —magnificencia—, sin dejar de mostrarse distante —imponente—. De igual modo, están esos lugares (históricos, religiosos, literarios…) a los que peregrinar para satisfacer la imagen sublimada que las personas tienen de ellos en su mente.
¿Dónde estás? E indicamos un lugar de referencia (en la biblioteca, en la cafetería, en la puerta del cine, en casa…). Pero en el espacio digital somos nosotros mismos la referencia, un punto que proporciona el GPS, nada más que un punto inmaterial es suficiente.
A la alteración de los lugares se suma el efecto de la posibilidad creciente de, sin necesidad de desplazamientos, ver, probar, decidir y adquirir un objeto virtual, al otro lado del espejo de la pantalla, y a continuación que tome lugar entre nosotros, se materialice. Cada vez más objetos, desde un libro a un cepillo de dientes, desde comida a una prenda de vestir, pasan de ser virtuales a manifestarse ante nosotros, a materializarse, con solo invocarlos. Y nos vamos habituando a estos servicios y comercio en red que intensifican aún más esta transformación tan profunda de nuestra percepción del tiempo y del espacio.
La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.
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