Una persona amistosa y sociable es capaz de establecer
relaciones con los demás caracterizadas por la libertad, la creatividad, la
comprensión y la comunicación profunda de lo que nos parece más importante.
El valor de la amistad nos dispone a ser amables y
afectuosos con los otros y a tener interés por ellos renunciando a la
hostilidad y el egoísmo. Esa disposición debe existir dentro y fuera del grupo
del que formamos parte e impulsarnos a establecer vínculos incluso con quienes
nos parecen extraños, diferentes y ajenos.
Se trata de hacer de nuestro corazón una “casa abierta” para
todos y sentirnos, en general, amigos de las personas con la voluntad de
acercarnos a ellas, conocerlas y entenderlas sin resistirnos, siempre y cuando
no existan razones para hacerlo. La única razón para evitarlo es descubrir que
la cercanía o la compañía de alguien puede ser destructiva o perjudicial; pero
de allí en fuera ¡todos son bienvenidos en nuestra casa! ¿Qué haces para
cultivar una planta? La siembras, la pones al sol, le quitas las hojas secas.
Algo semejante ocurre con la amistad. Una vez que existe
tienes que darle cuidados: guarda para ti las cosas que te cuentan tus amigos,
diles siempre la verdad, dales las gracias cuando te ayudan y ayúdalos cuando
lo necesiten. Es muy importante corresponder a lo que ellos hacen por ti.
En muchas situaciones, como una competencia, la amistad se
pone a prueba. Procura mantenerla más allá de ellas. Los principales riesgos
que pueden “marchitar” una amistad son el egoísmo (pensar demasiado en ti sin
fijarte en los demás) y el orgullo, que te impide ver las cualidades de los
otros.
El extremo contrario de la amistad es la enemistad, cuando dos personas
buscan la manera de hacerse daño. Ésta sólo trae consigo soledad y tristeza.
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