Cuando servimos de corazón,
no debemos sufrir ni hacer sacrificios.Si nos pesa, quizá sea porque estamos
tratando de cerrar una herida personal, y no por ayudar a otros. Así que
empecemos por ofrecer lo que podamos dar.
Si tenemos tiempo, ofrezcámoslo; si
nuestro bolsillo lo permite, demos dinero, o compartamos nuestros talentos con
los demás: escuchar, hablar, cocinar, pintar... De este modo estaremos felices
de hacerlo sin sentir que es un sacrificio.
El deseo de ofrecer ayuda a
gente lejana es un anhelo noble, pero servir a quienes nos rodean es más fácil
y podemos hacerlo de inmediato. Dentro de nuestra familia puede haber alguien
que necesita ayuda, y también entre nuestros vecinos o en la comunidad.
Esto no
significa que el resto de la gente no nos debe importar, sino que es mejor
empezar por las personas que están más cerca de nosotros.
Ayudar en forma anónima nos
quita la posibilidad de dar otro regalo: nuestra presencia. Cuando una persona
está enferma o tiene una carencia, no solo podemos ayudarla con algo material
(por ejemplo, dinero), sino también con nuestra presencia.
La calidez de un
abrazo, una sonrisa cariñosa o una mirada comprensiva pueden ser un auténtico
bálsamo cuando hay dolor o necesidad. Nuestra persona, en sí misma, puede ser
un valioso regalo para otro ser humano.
Al ofrecer ayuda, no solo
debemos tener consideración por la otra persona, sino respetar también el
momento en que se encuentra. A veces, todos necesitamos afrontar el dolor o una
situación extrema para crecer como seres humanos. Esto no implica dejar de
ayudar a los demás, sino respetar sus tiempos.
No pretendamos que sigan
nuestros consejos, que valoren lo que les damos y, menos aún, que nos den
muestras de gratitud. Nuestra tarea es dar el paso hacia ellos, y ellos
decidirán cuándo ir a nuestro encuentro.
Nuestra tarea es dar amor y ayudar a quien lo necesite, como podamos, mirar alrededor y empezar a ofrecer lo mejor de nosotros mismos. Así, nuestro corazón no tendrá más vacíos por llenar.
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