El arte de gobernar
consiste en el ejercicio de la función pública, rodeando la administración del
Estado de seguridades materiales, las cuales solo se soportan y permanecen, en
la medida que los actores de la gestión pública, alimenten con la moralidad,
prudencia, eficacia y honor, cada una de las realizaciones, las cuales han de
estar sujetas a los pilares de la honestidad, el decoro, la cultura y la
responsabilidad ciudadana.
Sin éstos
aditamentos no podemos construir un país fortalecido con valores, confiado en
la moralidad de sus gobernantes, dispuesto a contribuir, en lo personal cada
ciudadano, para impedir las laceraciones que frecuentemente se le producen a la
moral pública, inspiradas en una glotonería insaciable, en la avaricia
incontenible y sobre todo en la seguridad de la impunidad.
Somos los
ciudadanos con derecho a sufragar, quienes tenemos la grave responsabilidad de
escoger los gobernantes, seleccionando personas con un perfil moral blindado
ante las tentaciones que el ejercicio del poder produce.
Los panameños somos
testigos de la precaria calidad moral de muchos aspirantes en el escenario
político. El rechazo de las actuaciones deshonestas, teñidas con el soborno y
el aprovechamiento de una posición gubernamental importante, no parece
intimidar a quienes hacen del servicio público una forma de vida divorciada del
ejemplo, y viven de su trasiego con cualquier grupo que les beneficie, porque
su único interés es proveerse de bienes materiales, aún cuando sean objeto de
severas críticas como personas, ya que la moralidad no forma parte de su
formación dirigencial.
No es imposible
encontrar mezclados entre la gente decente a personajes identificados por el
lodo que lleva su plumaje, fruto del tránsito por el pantano, y como decía el
poeta, debemos aspirar a que el plumaje de cada uno de nosotros no sea de esos
manchados por el pantano de nuestras actuaciones.
Es indispensable
que cada funcionario público, cada educador y, en especial, cada padre de
familia,
adopte una actitud de resguardo y protección a los valores morales,
dotando a los jóvenes de ejemplos a seguir, previniendo las ofensas,
desalentando la delincuencia, imponiendo modelos de comportamiento familiar y
público, para que podamos construir el país que deseamos heredar a nuestros
descendientes.
Con el concurso de
todos, podremos desalentar la corrupción, la extorsión, y así vamos creando una
moral blindada contra las ambiciones desmedidas y contra el abuso tan frecuente
en el ejercicio del poder.
La moralidad
pública depende del aporte que cada funcionario y dirigente haga en beneficio
de la decencia, la pulcritud, la capacidad y productividad de cada estamento de
la administración y se perpetuará en la medida en que no renunciemos a los
principios morales que deben levantarse como un muro que contenga el
aprovechamiento inmoral, porque es de nosotros de quienes depende que la moral
pública no siga siendo lacerada.
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