En esta cultura de ‘posverdad’ en la que cada vez estamos
más imbuidos; es decir, en estos
modos de sentir, pensar y actuar tan obscenos, donde hasta los concursos más prístinos
y las adjudicaciones más técnicas están cargados de vicios; lo cual quiere
decir que casi todo se realiza detrás de la escena o que las cosas que
verdaderamente importan se juegan por debajo de la mesa; y, lo que es peor,
donde descubrimos que nos engañaban, pero justamente lo atroz es que “nos
encantaba ser engañados”; en este
mundo pareciera que se impone con ahínco un imperativo: la “transparencia”.
Y con un lente no tanto intelectual, sino simplemente laico
y ciudadano, pregunto: ¿no será que esa petición de principio es un sofisma? ¿No será que al obsesionarnos por la
transparencia,
especialmente exigiéndosela cual consumidores a los políticos,
–aun a sabiendas de que la mayoría de sus “rendiciones de cuentas” y
“declaraciones de renta” están muy bien arregladas–, tal vez creyendo en
semejante “mundo de vidrio”, estamos matando la confianza?
En esta Semana Mayor recuerdo un pasaje del evangelio que cuenta cómo cuando Pilatos le preguntó al Cristo: “¿Qué es la verdad?”. Este se quedó callado y aquel no aguardó ni un suspiro para volver a lo obsceno, es decir, a lo que se estaba tejiendo detrás de la escena.
Y esa ironía, que no solo pertenece a la historia sagrada sino a la vida profana, pareciera que se multiplica en nuestro país cuando personajes siniestros invitan a marchar contra la corrupción, como si mañana Maluma invitara a marchar contra las letras vulgares y miles de sus seguidores, a ritmo de reguetón, lo acompañaran.
Pero es que, como bien lo afirma el filósofo adoptado por la tradición berlinesa, de origen coreano, que atrae a los jóvenes, Byung-Chul Han: “La transparencia que se exige hoy en día de los políticos es cualquier cosa menos una demanda política. No se pide la transparencia para los procesos de decisión que no interesan al consumidor. El imperativo de transparencia sirve para descubrir a los políticos, para desenmascararlos o para escandalizar.
En esta Semana Mayor recuerdo un pasaje del evangelio que cuenta cómo cuando Pilatos le preguntó al Cristo: “¿Qué es la verdad?”. Este se quedó callado y aquel no aguardó ni un suspiro para volver a lo obsceno, es decir, a lo que se estaba tejiendo detrás de la escena.
Y esa ironía, que no solo pertenece a la historia sagrada sino a la vida profana, pareciera que se multiplica en nuestro país cuando personajes siniestros invitan a marchar contra la corrupción, como si mañana Maluma invitara a marchar contra las letras vulgares y miles de sus seguidores, a ritmo de reguetón, lo acompañaran.
Pero es que, como bien lo afirma el filósofo adoptado por la tradición berlinesa, de origen coreano, que atrae a los jóvenes, Byung-Chul Han: “La transparencia que se exige hoy en día de los políticos es cualquier cosa menos una demanda política. No se pide la transparencia para los procesos de decisión que no interesan al consumidor. El imperativo de transparencia sirve para descubrir a los políticos, para desenmascararlos o para escandalizar.
La demanda de transparencia presupone la
posición de un espectador escandalizado. No es la demanda de un ciudadano
comprometido, sino de un espectador pasivo, puesto que hoy la participación se
realiza en forma de reclamaciones y quejas. La sociedad de la transparencia,
poblada de espectadores y consumidores, es la base de una democracia de
espectador”.
Porque la confianza hace que la acción sea posible, a pesar de no saber. Y si creemos saberlo todo, sobra la confianza. En ese sentido, si seguimos proclamando hipócritamente que “vamos a regirnos por la transparencia”, no cabe lugar para la confianza.
Una vez más, de acuerdo con el filósofo coreano que seduce a los jóvenes en Berlín: “En lugar de decir que la transparencia funda la confianza, habría que decir que la transparencia suprime la confianza. Porque solo se pide transparencia insistentemente en una sociedad en la que la confianza ya no existe como valor”.
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