“La salud mental y la supervivencia de la civilización exigen
que renazca el espíritu de la Ilustración, un espíritu inflexiblemente crítico
y realista, pero liberado de sus prejuicios excesivamente optimistas y
racionalistas, y que a la vez se reaviven los valores humanistas, no
proclamados, sino practicados en la vida personal y en la vida social.
Creo que
el individuo no puede entablar estrecha relación con su humanidad en tanto no
se disponga a transcender su sociedad y a reconocer de qué modo ésta fomenta o
estorba sus potencialidades humanas.
Si le resultan «naturales» las
prohibiciones, las restricciones y la adulteración de los valores, es señal de
que no tiene un conocimiento verdadero de la naturaleza humana. Creo posible la
realización de un mundo en que el hombre pueda “ser”
mucho aunque “tenga” poco. ”
Ahora quisiera entrar un poco más detalladamente en lo que,
a mi parecer, es lo decisivo de este «malestar », de esta «enfermedad del
siglo». Lo esencial de la enfermedad que padece el hombre moderno es la enajenación. Después de haberse olvidado
durante decenios, el concepto de la enajenación ha
recobrado popularidad últimamente. Hegel y Marx lo emplearon, y con razón,
podrá decirse que la filosofía del existencialismo es en el fondo una rebelión
contra la creciente enajenación del hombre en la sociedad moderna.
¿Qué es propiamente la enajenación? Dentro de
nuestra tradición occidental, lo que significa la enajenación representó ya un
papel importante, aunque no bajo el título de «enajenación», sino bajo el
título de «idolatría», como lo emplearon los profetas.
Muchos creen
ingenuamente que la diferencia entre la llamada idolatría y
la fe monoteísta en un solo Dios verdadero no es
sino una diferencia numérica: los paganos tenían muchos dioses, mientras que
los monoteístas creen en un solo Dios. Sin embargo, no es ésta la diferencia
esencial. Para los profetas del Antiguo Testamento, lo esencial del idólatra es
que adora la obra de su mano. Toma un trozo de madera, lo corta a la mitad, y
con una mitad hace fuego, por ejemplo, para cocinar una torta; y con la otra
mitad del trozo de madera, se talla una figura para adorarla. Y sin embargo, lo
que adora es una cosa. Es una cosa que tiene nariz, pero no huele, tiene orejas
pero no oye, tiene boca y no habla.
¿Qué ocurre en la idolatría? Entendiéndola
como la entendieron los profetas, ocurre en ella exactamente lo que, según
Freud, sucede en la “transferencia”. En mi opinión, la transferencia que
conocemos en el psicoanálisis es una manifestación de la idolatría.
El hombre transfiere la vivencia de sus propias actividades
o de sus propias experiencias —de su capacidad de amar, de su facultad de
pensamiento— a un objeto exterior. Este objeto puede ser otro hombre o una cosa
de madera o de piedra. En cuanto el hombre ha establecido esta relación de transferencia, ya sólo entra en relación
consigo mismo a través de su sumisión al objeto al que ha transferido sus
propias funciones humanas. Amar de manera enajenada, idolátrica, significa
entonces: yo amo sólo si me someto al ídolo al que he
transferido mi bondad. O bien: yo sólo soy bueno si me someto al ídolo al
que he transferido mi bondad. Y lo mismo sucede con la sabiduría, con la
fuerza, e incluso con todas las cualidades humanas.
Cuanto
más poderoso sea el ídolo, es decir, cuanto más yo le
transfiera de mi esencia, tanto más pobre seré
yo y tanto más dependeré de él, porque estaré perdido si lo pierdo a él, a
él a quien todo lo he transferido. La transferencia del
psicoanálisis no es fundamentalmente diferente.
Claro que, en este caso, se
trata casi siempre de transferencias paternales y maternales, porque el niño ve
en el padre y en la madre a aquellos a quienes ha transferido sus propias
experiencias. Pero lo esencial no es que el niño transfiera al padre y a la
madre, sino el hecho mismo de la transferencia por la cual el hombre inmaduro
se busca un ídolo.
Si encuentra un ídolo al
que pueda adorar toda su vida, no tendrá ya que desesperar.
Éste es uno de los motivos, a mí parecer, de por qué a
muchos les gusta tanto ir al psicoanalista y no quieren dejar de ir, y de por
qué sociedades enteras eligen unos supuestos caudillos tan vanos y mudos como
los ídolos de la antigüedad, pero que también estimulan la transferencia como
sometimiento.
Naturalmente,
en la sociedad moderna ya no hay un Baal ni una Astarté. Pero como solemos
confundir las palabras y los hechos, estamos muy dispuestos a convencernos de
que ya no existen los hechos cuando las palabras han dejado de decirse.
En
realidad, volvemos a vivir hoy en una sociedad que, en comparación con siglos
pasados, es mucho más pagana e idolátrica.
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