De alguna manera, es lo que da propósito y significado a la vida. Y
cuando no nos conectamos o la conexión es defectuosa, nos rompemos.
El verdadero contacto es esa energía que existe entre las personas
cuando nos sentimos vistas, escuchadas y valoradas por el mero hecho de ser;
cuando sentimos que podemos dar y recibir sin juicio; de tal manera que
obtenemos de la relación sustento y fortaleza. Surge del amor, de la
transparencia y de nuestra vulnerabilidad esencial.
Nuestra cultura, con su pretensión de permitirnos, a nosotros sus
habitantes, una vida más cómoda, segura y predecible, como de anuncio de
televisión, nos impone a todos aquellos que no nos damos cuenta, ocultarnos
tras una máscara de igual perfección y certeza, nuestro ego. Desde la máscara
vivimos pretendiendo ser perfectos y autosuficientes, estupendos. A más
esfuerzo hacemos por ser perfectos, más vergüenza sentimos, de que otros vean
nuestros errores y sin darnos cuenta, nos desconectamos. Ya que para que la
conexión entre las personas pueda suceder, tenemos que dejarnos ver de verdad,
mostrarnos auténticamente en nuestra humanidad.
La humanidad a la que hago referencia es todo eso que nos hace comunes a
todos los humanos, a saber: nacemos conectados, inacabados e
imperfectos, con todo un potencial de superación y aprendizaje,
necesitados de amor y sentido de pertenencia, vivimos luces y sombras,
somos profundamente vulnerables a la vez que capaces y un día u
otro, misterio de los cielos, morimos.
Todo esto que es tan común a todos nosotros, de aquí y de “acullá”, por
el mero hecho de existir, para muchos es extremadamente vergonzante,
ya que directamente nos conecta con el miedo a no poder mantenernos en contacto
con los demás. Con el miedo a ser rechazados y excluidos, por
nuestras imperfecciones.
Este miedo es universal, todos lo sentimos en algún momento. De él
procede la vergüenza de mostrarnos tal cual somos. Del temor a que si los
demás pudieran ver o saber algo de lo que hay en mí, me fueran a
rechazar. El temor es tal que de hecho, es algo de lo que normalmente no
hablamos, evitamos. Y cuanto menos queremos hablar, más vergüenza sentimos. Sin
embargo, si enfrentar el miedo a ser inadecuado o a no ser suficiente es una
tarea dura, no es tan dura como el pasarnos la vida tratando de ocultarlo,
avergonzándonos.
La vergüenza pulsa de una manera diferente para cada uno:
para unos se expresa con un “no soy lo suficientemente guapo” o,” estoy
demasiado gordo”, para otros con un “tendría que tener un mejor trabajo” o, “no
gano lo suficiente” para otros con un “no tengo buena memoria” o, “soy un
desastre de madre, padre, hijo, etc. ” en fin, cada cual con nuestro
talón de Aquiles padecemos esta vergüenza, por momentos.
Como si esa percepción interna, esa desagradable sensación de
vulnerabilidad, nos impidiese ser dignos de seguir conectados a los
demás. Sin darnos cuenta de que es esa misma vulnerabilidad la que nos impulsa
a estar conectados mutuamente, la que nos motiva y desde donde también surgen
la alegría, el amor, el sentimiento de pertenencia, la creatividad, la fe...
Y es que aún siendo imperfectos, que todos lo somos, seguimos
necesitándonos los unos a los otros. Siendo imperfectos, seguimos siendo
valiosos, dignos de ser aceptados y amados. Siendo conscientes de
esto, de esta vulnerabilidad universal que nos une, dejemos de lado la vergüenza
y acojamos nuestra imperfección con amor que eso, nos hace fuertes. Y es
tan sólo desde ahí que podremos aceptar y respetar la imperfección de los
demás.
Si estamos dispuestos a dejar de lado la imagen ideal de nosotros mismos
que hemos proyectado al mundo. Si tenemos el coraje de mostrarnos tal cual
somos, de contar nuestras historias desde el corazón y con total transparencia,
compartiendo nuestra sombra, ese lugar donde habitan nuestra
imperfección, nuestro
miedo, frustración, envidia, tristeza, etc…
y que es el centro de nuestra inevitable vulnerabilidad; sólo entonces seremos
capaces de conectarnos realmente a los demás y a nosotros mismos; sólo entonces
seremos capaces de construir significativas y auténticas relaciones con otra
gente. No es nada más- ni nada menos- que una apertura del corazón y una relajación
de los mecanismos de nuestro ego.
Atrevámonos a ser vistos, permitamos que los demás nos vean en
profundidad, con nuestras glorias y miserias, con nuestra vulnerabilidad…Tan
semejantes a las suyas, a las de todos. Amémonos de todo corazón, aún sin saber
si seremos correspondidos, ya que ese sólo gesto moviliza nuestra fuerza
interior.
Si de algo debemos tener plena certeza de que no existen padrones de
perfección humana lo que seguramente encontraremos es un vasto campo sembrado
de excusas dentro del cual vemos crecer conjuntamente todas las justificaciones
que como humanos que somos hemos sabido sembrar, es por eso que cada vez que
cometemos alguna imprudencia propia de “nuestra debilidad humana” surgen
espontáneamente los consabidos razonamientos en el cual intentaremos “cargarle
toda la culpa” precisamente a estas tales justificaciones, “que podemos hacer”
“somos humanos no somos perfectos” “es por eso que fallamos”.
Nos hace mucha falta esa “mirada interior” la cual debe ser franca y sincera,
lo que veamos en la imagen que se nos presenta en frente, es la nuestra, no
puede haber otra igual, ni siquiera puede ser parecida, asumamos lo que vemos,
apreciemos lo que vemos, brindémosle todo el amor y comprensión que necesita y
si algo debe ser cambiado o mejorado, hagámoslo.
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