Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe; he
aquí el verdadero saber.
Confucio
Filósofo chino (551 AC-478 AC)
A la pitonisa de Delfos se le preguntó una vez: “¿Quién es el hombre más
sabio de Grecia?”. Ella respondió lacónicamente: “Sócrates”. A su vez Platón,
en la Apología de Sócrates, pone en boca de su genial
maestro la siguiente frase: “Este hombre cree que sabe algo, mientras que
no sabe nada. Y yo, que igualmente no sé, tampoco creo saber”.
De ahí pasó a la
tradición occidental la importancia del no-saber: “scio me nihil scire”, “scio
me nescire” (sólo sé que no sé nada).
Puede hacerse sobre esta frase una consideración teórica; pero también otra práctica.
Según la primera, el hombre conoce por conocer, por penetrar en la
verdad universal y necesaria de las cosas, sin atender a nada más.
Según las segunda, el hombre conoce para obrar, especialmente para obrar
bien o moralmente: se trata de un conocer que no está dirigido a las cosas
universales, sino a las singulares y contingentes de nuestra existencia, con
las que tenemos que hacer una vida buena.
Comenzaré por la teórica. Muchos
autores han indicado normalmente que Sócrates no quiso decir que no
sabía nada de nada, sino que aquello que sabía no lo conocía con certeza cabal.
Sócrates pretendía cambiar el enfoque de quienes se aferraban a su propia
opinión, sin buscar argumentos más sólidos y convincentes, o sea, sin abrirse a
una búsqueda inteligente y progresiva de la verdad de las cosas humanas.
Por tanto, esa frase –saber que no se sabe– indicaría
el principio de un buen aprendizaje. Primero, porque empezamos a reconocer que
sobre cualquier cosa no lo sabemos todo: siempre hay aspectos que se nos
escapan o que, por la movilidad de lo finito, tardan en aparecer y hay que
esperar pacientemente que se manifiesten. Si no se es paciente, o si uno es
avasallador, suple ese hueco con el autoengaño, con la superioridad del que se
cree saberlo todo: ése cataloga las cosas con los clichés de su propio interés.
Así se ahorra el esfuerzo y la sorpresa. Frente a ese actitud
dominadora, sólo cabe la frase socrática: “sólo sé que no sé nada”. El que
ignora que no sabe acaba engañándose a sí mismo, sin ver sus propias carencias.
Reconocer nuestros límites y enderezar la mente hacia nuevos horizontes
es el principio del que quiere aprender, poniendo los errores y los fracasos al
servicio de la propia experiencia abierta y llana.
La frase socrática le permite ir aprendiendo teóricamente. De él
deberíamos decir que ejerce un aspecto de la virtud de la “estudiosidad”. Por
eso, el Diccionario de la Lengua dice que la “inclinación y aplicación al
estudio” se llama estudiosidad.
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