Todos y cada uno de
nosotros posee determinadas cualidades que la distinguen del resto de los
mortales, como portadores de una identidad única e insustituible, todo lo que
hagamos o dejemos de hacer será algo que difícilmente pueda pasar inadvertido,
es esa impronta individual la que nos hace esencialmente vitales en nuestra
capacidad de potenciar esta condición de ser “una fuente de agregar valor” a
todo aquello que pudiese estar sujeto a nuestra intervención.
“El verdadero valor de
una persona no se encuentra en su inteligencia, ni en sus talentos,
ni en sus habilidades, ni siquiera se encuentra en sus principios…
El auténtico valor de
una persona, el más valioso, el que es exclusivo, inconfundible, el que es
innato al gran ser humano, es esa capacidad tremendamente generosa de situarse
en el lugar del otro, de olvidarse de uno mismo, de sustituir el YO por encima
de todo a al TÚ como una misma parte.
De postergar ser el
centro del universo por empatizar con tus semejantes.
De sustituir la falsa
necesidad de nuestro ego por la bondad de prestar ayuda a los
demás.
De desatender nuestros
arduos deseos por atender las necesidades de los que de
verdad te necesitan en ese momento.
Esa cualidad, que es
tan escasa en la actualidad, es la que más valor tiene, porque en un
mundo tan superficial y caótico como es el actual, donde cada cuál camina en soledad y
mira por si mismo, es realmente difícil encontrar a personas que no solamente
se preocupen por ti sino que se ocupen de hacerte sentir feliz.
Sentir empatía requiere
de un grado de atención cuantioso, de un esfuerzo extraordinario de observar al
otro.
Seamos más humanos y
desarrollemos nuestra empatía, situémonos en el lugar del otro e
intentemos comprenderlo en cada situación. Las relaciones humanas funcionarían
mucho mejor si practicáramos la escucha activa desde nuestro corazón y
apreciáramos de verdad los sentimientos y necesidades de
los demás.
Pregúntate todos los
días, ¿qué puedo hacer hoy para que los demás se puedan sentir mejor?”
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