La excentricidad no es, como se suele pensar, una
forma de locura. Habitualmente es una clase de orgullo inocente, tanto el genio
como el aristócrata a menudo son recordados como excéntricos porque ambos
actúan sin temor y no son influenciados por las opiniones y los caprichos de la
muchedumbre.
Los
excéntricos puede que no comprendan los estándares del comportamiento normal en
su cultura, viven absolutamente despreocupados por la desaprobación que puedan
tener sus hábitos o creencias dentro de la sociedad y exhiben lo más a menudo
posible un individualismo extremo.
Muchas de
las mentes más brillantes de la historia han mostrado comportamientos y hábitos
inusuales.
Otras
personas manifiestan un gusto excéntrico a la hora de elegir su ropa o
tiene aficiones o colecciones excéntricas que mantienen con absoluta
persistencia. También pueden tener una manera del hablar precisa y pretenciosa,
con originales juegos de palabras y recursos lingüísticos.
Algunos
individuos pueden incluso realizar excentricidades consciente y
deliberadamente, en un intento de apartarse de las normas sociales o aumentar
un sentimiento único de identidad; empujados de forma considerable por los
estereotipos (por lo menos de la cultura popular y especialmente por
los personajes ficticios) asociados a menudo a la excentricidad. Sin
embargo, esto no siempre resulta acertado y el individuo en cuestión puede ser
rechazado por los demás, que piensan que simplemente pretende llamar la
atención.
Lo cierto es que estas personas existen, forman parte de nuestra
convivencia y sin duda alguna enriquecen nuestros conceptos de “compartir la
diversidad” son nuestros amigos y vecinos de barrio, compañeros de estudio o de
trabajo, y también, por qué no, miembros de nuestra propia familia.
La vida en sociedad les incluye de pleno derecho y si su comportamiento
social no contempla nuestro “concepto de normalidad” deberemos aceptarles
e integrarles tal cual son.
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