Conocerlos o no, conduce a situaciones de dominio, de manipulación de
los temores, al amparo de lo que suponen o significan.
Realmente, en cada rincón diario habitan posibilidades inquietantes, asuntos
que podrían derivar en una dirección desconcertante o indeseable.
Nos aguardan en incidentes, en casualidades, en desenlaces, con
capacidad de torcer la ilusión o el sentido de nuestras tareas. Entregarse
a ellos es hacerlos crecer.
Sin embargo, anticipar o prevenir no implica falta de audacia o de
riesgo, aunque en definitiva no pocas veces el miedo se constituye en la
gran razón, incluso en la única.
El porvenir es incierto y la vida también, pero la gestión del miedo
conlleva no claudicar ante su influencia y su poder. El poder del miedo ha de
ser desafiado con contundencia.
En general, ni todo está claro, ni es fácil sustraerse al hecho de que
algo nos acecha, nos inquieta, nos espera y que, de una u
otra manera, podría incidir en nuestra vida, complicándola, empeorándola.
Pero asimismo puede llegar a incomodar lo que precisamos o deseamos que
ocurra.
No disminuyen los espacios de incertidumbre y no siempre se
atisba un horizonte despejado. En tales circunstancias, y ante la constatación
de lo que nos apremia, a veces con urgencia y con necesidad, es sensato temer.
Sin duda, algunos temores podrían explicarse. Pero no por eso serían
precisamente más llevaderos. De hacerlo, quizá resultarían menores, tal vez
distintos, pero en muchas ocasiones para confirmarse como efectivos temores.
Cada quien tiene los suyos, aunque compartamos algunos. Cada día trae novedades
al respecto, pero no parecen disminuir. Hasta tal punto que, salvo importantes
y decisivas excepciones, más vale tratar de congraciarse con ellos y
aprender a convivir conjuntamente. Esa es otra forma de valor.
El valor no consiste en no sentir esos temores, sino en no concederles
el máximo protagonismo en la decisión, en lograr que no lo invadan todo.
Cualquier acción comporta algún riesgo y cualquier riesgo conlleva
la posibilidad de un miedo de mayor o menor intensidad.
Es cuestión de que no ocupen nuestro espacio ni se apoderen, ni se
apropien de nosotros mismos. Vivir es, en definitiva, habérselas con esos
temores, compartir con ellos la jornada sin que se impongan, sin que dicten
nuestras actuaciones, sin que reduzcan nuestros sueños, proyectos y ambiciones.
Y esto distinguiría a quienes son capaces de sobreponerse a
estas precauciones permanentes o, al menos, de caminar a su lado, de aquellos
otros quienes, ante lo que tal vez podría avecinarse, no prefieren ni siquiera
intentarlo.
Quizá llamarlos temores es ya identificarlos en exceso.
Tal vez se trate simplemente de atisbos del miedo, y no necesariamente a algo o
a alguien. No necesitan ser un miedo sin por qué, es suficiente que
lo sean sin destinatario prefijado, sin un contenido definido. Pero no por eso
dejan de alcanzarnos.”
Nuestros temores una vez en que son compartidos y evaluados no dejan de
ser, no se esfuman en un mundo imaginario donde tienen cabida “aquello de mal
de muchos” cuando los enfrentamos pierden su sobredimensión y son vistos como
tal cual son, como integrantes de lo que podría estar por venir, lo que podría
llegar a ser, pero en la medida en que demostremos que estamos dispuestos a
enfrentar todo lo que pudiesen implicar, estos miedos tienden a disminuirse en
la misma proporción en que crezca nuestra confianza.
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