No nacemos hechos; vamos haciéndonos. Más preciso aún: los otros, que
desde el comienzo vamos encontrando en el mundo, van haciéndonos. Nadie llega a
la existencia diciendo "yo soy yo". Más bien se llegará a decir
"yo" gracias a la intervención de los otros, que, con su presencia,
su palabra, su deseo, sus leyes, sus hábitos, determinarán, en el proceso de
una historia siempre personal,
desplegada, claro está, en el contexto de una colectiva, la constitución
de ese yo al que advenimos.
Está de más decir que ese carácter desnaturalizado de lo humano hace
girar el centro de gravedad de nuestro ser sobre el lenguaje, destinándonos,
por tanto, a la incertidumbre de una historia que nada nos garantiza por
principio y de la cual no podemos sustraer nuestra responsabilidad.
Es la mirada del otro lo que nos constituye, lo que nos provee la forma
como nos reconocemos y lo que, antes que nada, nos certifica: ¡eres! Así, pues,
esa forma que nos viene de la mirada del otro recorta la imagen en que nos
reconocemos, la misma que, sin embargo, nunca es completa y estará siempre
inacabada, no pudiendo, por consiguiente, colmar jamás la cabalidad de nuestro
ser.
El otro, al reconocernos, nos depara cuatro confirmaciones: como
existente, como ser, como singularidad y como valor. De aquí que
permanentemente requiramos que este reconocimiento nos sea ratificado, lo que
delata, por un lado, que estamos poseídos por una sed insaciable de ser
reconocidos y, por otro, el lugar imprescindible que el otro tiene en nuestra
vida, lugar que lo hace necesario siempre y algunas veces deseable. Pero no
cualquiera nos gratifica en esa necesidad esencial y, por tanto, no todo
desconocimiento nos aniquila.
En consecuencia, necesitamos o deseamos el reconocimiento de alguien que
es reconocido por nosotros como un ser significativo y valioso, con lo cual es
claro que no podemos ser sin el otro.
Soledades diversas
Si el reconocimiento por parte del otro es un imperativo de la
estructura misma de nuestro ser, otro hecho de crucial importancia, pero esta
vez de carácter histórico, signa a la sociedad occidental y nos trae al
presente que vivimos: el proceso de individuación que ha seguido la modernidad,
época histórica que recibe la impronta del capitalismo y, con ésta, la marca de
tal proceso pero vía el individualismo.
El logro cultural que representa la individuación de la vida no tiene
que seguir la senda del individualismo, es decir, no tiene que derivar, como
así lo impone la sociedad del capital, a un individuo individualista, pues
también pudiera darse la posibilidad de un individuo en comunidad, esto es, un
individuo que, sin abdicar de su singularidad, sabe reconocerse en una
colectividad y trabajar por lo común que lo vincula a los otros. Pero la marca
del individuo que prevalece en nuestra época y en el modelo de sociedad que
tenemos es aquella que nos desvincula del otro, a quien le asigna la condición
de rival o de indiferente.
El individualismo que prima hoy toma al otro como amenaza y hace de la
desconfianza para con él la razón por la cual se le mantiene a distancia y se
le recela con un peligro potencial que se cierne sobre uno. Esto, a la vez,
desata dos consecuencias: una, ese ideal propio de la modernidad capitalista de
llegar a ser autosuficiente e invulnerable; la segunda, que con el otro no
queremos comprometernos decididamente y no queremos dejar traslucir que lo
necesitamos, optando mejor por relaciones ligeras y prescindibles, por reducir
los vínculos a encuentros sin incidencia decisiva y significativa. Así, los
solitarios de hoy, que deambulamos entre la muchedumbre, somos barcos que hacen
sonar sus sirenas en la niebla para evitar cualquier roce con los demás.
Ahora, quien está solo siempre lo está respecto de los demás, en tanto
que se ha separado de éstos. De aquí que una definición elemental de la soledad
comprende dos aspectos: la separación respecto a los demás y la suspensión de
la comunicación con ellos.
No obstante, es menester precisar dos determinaciones de la soledad y
dos modalidades de ella. En lo relativo a lo primero; podemos hablar de una
soledad estructural del ser humano, de una soledad esencial, producto del
proceso de subjetivación y singularización de cada uno; y de una soledad
histórica y circunstancial que es el resultado de los procesos de atomización
individualista por los que se precipita una sociedad como la nuestra.
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