viernes, 1 de noviembre de 2019

Mejor Los Perdemos


El personaje es interesante cuando intentamos comprender su "modus operandi". Pero más curiosa aún es nuestra respuesta a su requerimiento al darle lo que nos solicita. Una mirada atenta, fija, con expresión intermedia entre triste y alegre por vernos, anticipa su acercamiento. Puede conocernos o no, pero fingirá una intimidad inexistente para que desde el falso fondo de esa franqueza nos manguee, extraño verbo. No nos pide; nos manguea.

En todo pedido hay aflicción por el posible rechazo y cierto achique de la autoestima por depender de otro. En el manguero no,  y este es su arte. Sentimos cierta culpa por tener una condición deudora frente a un oportunista embaucador y habitual seductor al que debemos pagar por nuestro privilegio. 

Y luego de hacerlo rogamos por sentirnos más generosos que estúpidos. Aún más complejo resulta cuando los pedigüeños son instituciones, ONG, clubes o asociaciones, que sin mostrar certificados de pobreza nos manguean desde un derecho autootorgado, un cambio de bolsillos que exige al dador reconsiderar la opción de creer o reventar.

Los motivos invocados por el manguero discurren entre la creatividad de presentar malas noticias -madres, padres y abuelos que mueren y resucitan 14 veces- hasta el gesto sencillo y convincente de alzamiento de cejas, labios en descenso y manos extendidas, listas para recibir. Dos conclusiones se podrían obtener de todo esto: que mucha gente acepta ser seducida por temor a decir no. 

Y que a los mangueros, igual que todos los que se victimizan, más vale perderlos que encontrarlos.


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