Viajar con frecuencia tiene estas cosas.
A veces todo parece perfectamente ordenado, y todo sale según el guión previsto. Otras veces los acontecimientos giran en direcciones inesperadas y aquello que parecía fácil, casi hecho, se vuelve imposible.
Hace tiempo que acepté que los viajes están llenos de encuentros y desencuentros. No todos los encuentros son esperados o planeados, pero no por ello dejan de ser agradables. Incluso cuando ves por azar a alguien que hace mucho tiempo que desapareció de tu vida. El pasado lima las diferencias si las hubo.
Algunos desencuentros son tristes. No se puede satisfacer a todo el mundo. No hay tiempo ni energía para ello. Hay que aceptar que siempre vas a quedar mal con alguien, o que alguien no tiene el mismo interés que tú en facilitar el encuentro. Así son las cosas.
Pero en el fondo, el encuentro y el desencuentro más fructífero de todo viaje es con uno mismo. Te ves en lo mejor y en lo peor: alegre y cansado, disfrutando y aburriéndote, confiado y temeroso. Te ves en tu realidad más descarnada, sin distracciones ni rincones conocidos en los que esconderte.
De ahí mi consejo de siempre. Si quieres conocer de verdad a una persona, viaja con ella. Si quieres conocerte, adóptate como compañero de viaje. Nunca dejarás de sorprenderte
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