Los seres humanos somos, en esencia, un conjunto de quarks y electrones
que comenzaron a existir en los primeros instantes del universo y que, debido
únicamente a las fuerzas de la naturaleza, por un corto periodo de tiempo
convergieron en esta región del espacio-tiempo para dar origen a nuestro cuerpo
físico e incluso a nuestra conciencia.
Se cree que la ciencia moderna, al reducir al hombre a un sistema de
partículas materiales inertes, lo transforma en un ser autómata, frío, privado
de toda espiritualidad. Pero la base fundamental de la perspectiva científica
es que los seres humanos no tenemos ningún privilegio con respecto al resto del
universo.
Aferrarse a la idea de que el hombre se encuentra por encima de las
leyes de la naturaleza, si bien es cierto lo hace sentir elevado, al mismo
tiempo lo arranca de la realidad y lo aísla del resto del mundo, dando lugar a
preguntas innecesarias acerca del origen y significado de su existencia que
casi siempre son respondidas recurriendo a algún evento sobrenatural.
Para la ciencia moderna, nosotros no fuimos colocados en este universo,
nosotros somos una consecuencia natural de la existencia del universo. Somos el
universo en sí.
Las partículas de las que estamos hechos son las mismas que hacen
brillar al sol.
Las leyes físicas a las que estamos sujetos son las mismas que permiten
volar a las gaviotas. Los procesos biológicos que dieron origen a nuestra
especie son los mismos que dieron origen a las orquídeas. Incluso la historia
misma del universo está impresa en cada uno de nosotros: como seres vivos
probablemente existamos desde hace solo unas cuantas décadas, pero la sustancia
fundamental de la que está compuesto todo nuestro cuerpo ha sido parte del
universo por miles de millones de años y aún después de nuestra muerte seguirá
siéndolo, tal vez, por toda la eternidad.
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